Las caras del poder: el poder social

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

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Probablemente, el poder es tan antiguo como nuestros orígenes. Y está lleno de prejuicios porque se nos ‘prohibió’, se nos dijo que era malo.

Las limitaciones son reales y existen. Esta disertación no es una alternativa para solucionar esos problemas, ni siquiera es la raíz de ellos. Sin embargo, nunca está de más bucear en nuestros mecanismos internos, que no sólo funcionan en nosotros como individuos, sino también como colectividad. Y en lo referente al poder, éste no iba a quedarse exento de ellos.

El poder es un fenómeno lleno de prejuicios y de tabú. Y como toda cosa ‘prohibida’, tiene su carisma, su atracción atávica. Probablemente, el poder es tan antiguo como nuestros orígenes. Y está lleno de prejuicios porque se nos ‘prohibió’, se nos dijo que era malo. Ésa fue la forma de crear repulsión hacia él. Si lo eliminaban por completo se arriesgaban a que indagáramos. Lo mejor era desacreditarlo, mostrarnos su cara más cruenta, despojarlo de su lado positivo para que así todos lo rechazaran.

Pero el poder es amoral, sólo depende de cómo lo usemos. En nuestra sociedad occidental relacionamos el poder a algo oscuro, perverso, fuerte y dominante. Puede ser un poder directo o sutil, pero siempre lo consideraremos propio de las jerarquías. Ése es nuestro pensamiento lineal… y el poder sólo se adapta a él. Realmente, la cara perversa del poder es la pugna entre los que  desean arrebatárselo a los demás. Imaginan el mundo conformado por dinámicas desiguales: yo gano – tú pierdes. No imaginan una dinámica de poder mutuo y constructivo: ganar –ganar.

Tenemos muy bien aprendido el rol de la polaridad, apañado a las conveniencias del que ocupa el pódium de turno: mártir, víctima y verdugo. Pero en realidad este es un falso poder, porque si bien a corto plazo conduce a la consecución de los logros, a largo plazo lleva a la autodestrucción.

Pensemos por un momento en el poderoso con ansias de riqueza, estatus y dominio social. A corto plazo, vivirá una vida regodeada en ambición y egocentrismo. Se sentirá omnipotente. Pero esa omnipotencia es falsa. Puede tener suerte e irse de rositas… o no, como les ha pasado a muchos. Tarde o temprano los papeles terminan invirtiéndose. Pero si no hubiese roles de víctima-verdugo, nunca llegaría a ocurrir esto.

Más allá de las idiosincrasias personales de cada uno, un poder desde el egoísmo jamás habrá trascendiendo su insignificante individualidad. A largo plazo no habrá aportado nada al mundo, incluso lo habrá perjudicado. Como colectividad, habremos salido perdiendo. Quizá EEUU se beneficie ahora saltándose el protocolo de Kyoto y fomentando el calentamiento global. Pero como humanidad estaremos autodestruyéndonos. El presidente de turno estará con la conciencia tranquila, pensará que a él no tiene por qué tocarle el desastre… pero nunca se sabe. Tarde o temprano pasará. Al final, aunque no quieran pensarlo mucho, hasta ellos están jugando a la lotería. Ironías de la vida, ¿no?

Luego están los mártires, que creen que entregando su poder salvarán a otros, incluso a sí mismos. Es incoherente: te entrego mi poder para que tú no puedas ejercer el tuyo sobre mí. Es el caso de los terroristas suicidas, convencidos de que arreglarán el mundo si se entregan. Pero al final los ataques a su cultura no han cedido y ellos ya no están para arreglarlo de otra forma más eficaz y menos destructiva. Creen que salvaguardarán su cultura y su identidad con su sacrificio, pero sólo conseguirán que terminen por querer aniquilarlos. Los verdugos del mundo ‘civilizado y democrático’ tendrán la excusa perfecta para mostrarlos como una amenaza.

Han olvidado enseñar la parte positiva, eligieron el poder nefasto frente al poder positivo de su cultura, ése que recordaba a los primeros musulmanes que llegaron a la península y que, frente a los cristianos que todo lo destruían, guardaban bajo yeso el legado de otros, haciendo un guiño de que ni ellos mismos se consideraban eternos ni absolutos. Pero ahora, casi todo el que ejerce el poder se cree así. El poder negativo es contagioso incluso hasta para los más desfavorecidos.

Finalmente, están las víctimas, que toman su poder en la queja y la impotencia. Esa parte de la sociedad que cree que el poder embriaga con ansias desmedidas, pero que en el fondo lo que desean es eludir su parte de responsabilidad, por miedo, por comodidad. Mientras lo evitan, ganan el poder de una vida autocentrada y simplificada, sin asumir el peso del destino de demasiadas personas. Desde esta posición, el poder nos impone. Pero seguimos pensando que nos lo imponen.

El poder… una de las cosas más ansiadas y a la vez de las más volátiles. ¿Cambiaría algo si nos relacionáramos de otra manera con el poder? ¿Hasta qué punto el concepto del poder interfiere el nuestros límites sociales?

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