La vuelta de lo nuevo

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Ciberpirrón.
Ciberpirrón.

Todas las culturas, acaso todos los sistemas de pensamiento pergeñados por el homo sapiens, tienen su recóndito talón de Aquiles: el problema de su teodicea. El cristianismo trata de casar la benevolencia de un Dios omnipotente con la realidad del mal mundano. El Islam hace piruetas para compatibilizar la inevitable santificación de lugares, personas y festividades con la adoración exclusiva al Creador. Lo que llamamos hinduismo divide sus tareas entre prescribir complejísimas reglas religiosas y sociales y predicar la futilidad de todas ellas frente a la indiferencia mística.  El budismo trata de entender cómo nace y renace un alma que, en teoría, no existe. El liberalismo exige una caridad privada a la vez que da por sentado el egoísmo de los agentes económicos. El socialismo aspira a ampliar las libertades de todos recortando las de todos…

Nuestro clima intelectual tampoco se libra de su particular teodicea. Lo que, desde dentro, hemos denominado “posmodernidad” -como si trascendiera de algún modo la modernidad en lugar de prolongarla- abunda en contradicciones (y se regodea en ellas), pero hay una que parece sobrevolar a todas las demás.

Los que nos consideramos herederos de un ápice del pensamiento moderno clásico recordamos que éste detonó con una erupción de crítica magmática que fue lentamente erosionando todas las instituciones, los credos, las cosas intocables y aun la intocabilidad. Pusimos coto a la corona y la cruz, a los usos y los abusos, al pantano escolástico. Al menos, en el relato triunfal con el que la modernidad se revisa a sí misma. Hoy sospechamos que ese Medievo inerte de abulia cultural y social fue más emocionante de lo que nos han contado.

Pero quizás el fuego purificador de la crítica, en su lenta y perseverante erosión de todo lo que se le cruzase por delante, se nos fue de las antorchas. Puede que creer en algo no fuese tan malo siempre. Algunas de aquellas críticas sistemáticas y totales, como el marxismo, cobraron la pompa de una religión. Era fácil contemplar su contradicción, siempre y cuando se mantuviera uno a una distancia prudencial de sus tentáculos. Pero también estas estructuras solidificadas acabaron desacreditadas, desde dentro como desde fuera, y se desmoronaron bajo una nueva erupción del Vesuvio que las petrificó.

El pensamiento de la segunda mitad del siglo pasado, desde ángulos diversos, ha transmutado el nihilismo en un valor, el caos en un nuevo orden, tratando de superarlo con axiomas que no se siguen de él. Se trata de recuperar el viejo pensamiento, mas siempre matizado con adjetivos (“débil”, “líquido”, “complejo”…) que lo relativizan y le restan credibilidad. El pensamiento del no pensamiento. ¿Trans-pensamiento? ¿Supramental? El espíritu moderno se fagocita a sí mismo: la crítica al pensamiento crítico, la episteme de que todo son epistemes, el metarrelato de que todo son metarrelatos. La complejidad de definir la complejidad, el escepticismo como canon… La crítica al sistema se volvió crítica por sistema. El  guerrillero revolucionario se coronó a sí mismo.

La salida de este nuevo pantano escolástico, la veamos en vida o no, debería de ir precedida de algunos signos auspiciosos para el que sepa interpretarlos. En primer lugar, de la curación del estreñimiento filosófico que afecta a los pensadores de nuestros días, quienes se echan a temblar ante la imagen horrísona de un sistema. En segundo lugar, de una transparentación del lenguaje, que no se diga que todo ya lo dijo Nietzsche mejor. En tercer lugar, y esto es lo más importante, aprovechar el estridente desorden epistemológico para observar otras tradiciones y culturas con menos prejuicios. Pocas cosas hay más paradójicas que el relativista que lo es, en notable casualidad histórica, de la escuela del director de su departamento universitario y de ninguna otra.

Además, denlo por hecho, de que las propuestas no caigan invariablemente en la contradicción señalada antes, que está ahí desde hace más de dos mil años. Son todas variantes de la llamada paradoja del escepticismo, según la cual cualquier teoría que sostenga que nada puede conocerse revela conocer algo: que nada puede conocerse. En otras palabras, decir que todo es relativo significa colocarse en una posición sojuzgadora absoluta y no relativa.

Ya Pirrón de Elis (s. IV a.C), que aprendió el escepticismo de los gimnosofistas indios y los magos de Persia, veía en la suspensión del juicio la única salida consecuente. Pero la exigencia de la originalidad nos dificulta adscribirnos a una tradición como la suya, por más que para inspirarnos tengamos que beber sorbitos a escondidas del individualismo burgués y la mentalidad romántica. Al intentar proponer algo único y novedoso cada generación, defendiendo la Era de lo Nuevo con razonamientos de anticuario o la Muerte del Autor con nuestros ingeniosos neologismos, caemos y recaemos en la vieja teodicea.

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