“Esta juventud está enganchada a los teléfonos móviles”, le dice una señora a otra en la peluquería en la que espero, pacientemente durante más de dos horas, a mi turno para que me corten el pelo. Levanto la cabeza, la miro de reojo y cruzamos una sonrisa. Supongo que mi gesto cortés incita a la señora a iniciar una conversación, pero me vuelvo cabizbajo a la pantallita luminosa y la dejo hablando con su amiga de siempre o espontánea, una de esas amistades que duran lo que tardan en darte la vez.
Yo mismo, hacía un momento, compadecía a esa mujer porque, entre tanta conversación forzada, me miraba a través del espejo -¿era a mí o era al vacío?- mientras aguardaba entre suspiros a que la llamaran. Para no olvidar el aporte culto, mi mente se retrotrae a primero de carrera y rememora a Umberto Eco, no el escritor del best seller El nombre de la rosa, sino el teórico del tostón Apocalípticos e Integrados, lectura obligada –al menos en mi época- en las facultades de Ciencias de la Información. Para ahorrarle al lector profano el esfuerzo, diré que el libro se refiere a las nuevas tecnologías. Resumiendo, hay apocalípticos que hablan de los avances de la comunicación como algo equiparable al fin del mundo y otros, algo así como los ‘frikis’ integrados, para los que el iPhone es como la Biblia.
No sé si yo seré un integrado y la señora de la peluquería que me mira con condescendencia una apocalíptica, pero es cierto que cuando me llaman a mí el tiempo se me ha pasado en un suspiro entre Whatsapp, Twitter, Facebook... Quizá no he mantenido una conversación con el vecino, pero prefiero elegir cuando hacerlo, medito. Termino y salgo a la calle. Voy feliz con mi corte de pelo, como un niño con zapatos nuevos, y con mis reflexiones. Me siento en la parada de autobús. Sigo a lo mío, pero me llega el consabido mensaje de Jazztel por abusar de la tarifa: “Ha consumido su giga”. Me guardo el móvil en el bolsillo. Un señor mayor me mira y se dirige hacia mí. Iniciamos una de esas conversaciones de ascensor. No sé qué decir.
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