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Mi inclinación “natural” hacia los pobres, los sufrientes, los desclasados, tiene su origen en la formación religiosa que recibí de pequeño.

El recuerdo más antiguo que guardo de mi acercamiento al “hecho político” tiene que ver con la religión. Aunque no era consciente de ello entonces, he de reconocerlo. Mi inclinación “natural” hacia los pobres, los sufrientes, los desclasados, tiene su origen en la formación religiosa que recibí de pequeño. Los evangelios y la preocupación social vinieron de la mano. Quizás esta sea la causa primera que justifique mi no al “anticlericalismo radical” tan de moda durante mi juventud, cuando despertábamos al mundo político, que, por aquél entonces (muerte de Franco y comienzo de la transición), era casi el único mundo. La democracia y mi generación crecimos, prácticamente, juntos.

Y este es el origen de las ideas básicas que conformaron mi ideario a lo largo de los años: comunidad, caridad, colaboración, ayuda, reparto, altruismo, etcétera. Y poco a poco, conforme íbamos creciendo, estas ideas cambiaron de nombre pero mantuvieron, en lo esencial, su contenido. Y cobraron presencia conceptos como sociedad, solidaridad, libertad, participación, redistribución, justicia, igualdad, dignidad. Y algo que nació entonces y se ha mantenido indemne hasta el día de hoy: la preocupación por las personas.

Y, para mí, la sincera preocupación por las personas, debe estar en el núcleo central de la política. El objetivo principal de la gestión de la cosa pública debe ser procurar el bienestar de las personas.

Este último dato no resulta baladí, sobre todo si lo relacionamos con la situación que estamos viviendo en estos últimos años. La preocupación por las personas, la de verdad, se diluye en una lluvia de nuevos conceptos: racionalización, equilibrio presupuestario, consolidación fiscal, prima de riesgo, austeridad, flexibilización, ajustes, reformas estructurales, etcétera. Han elaborado todo un diccionario de “mantras” que, visto con cierta perspectiva, solo han servido para justificar y esconder el hecho de que la preocupación por las personas no ocupe el lugar hegemónico que debiera corresponderle a la luz de cualquiera de los idearios políticos, religiosos o sociales de nuestro tiempo.

Para comprobar esto que digo, basta con echar un vistazo a nuestro alrededor. Y si nos fijamos, por ejemplo, en el mercado de trabajo podemos extraer de manera directa tres conclusiones incontestables: una reforma laboral que no ha servido para mejorar nada, continuamos al fin y al cabo con unos niveles de paro similares desde 2011, una notable disminución de los salarios, junto a una paralela subida del coste de los servicios básicos (luz, gas, agua...) y una reducción de los derechos de los trabajadores y de sus organizaciones representativas, así como de los instrumentos de protección social. ¿Dónde queda, en este panorama del mercado de trabajo descrito, la preocupación por las personas que no tienen un empleo, la preocupación por las personas empobrecidas por salarios de miseria, la preocupación por los hijos de los excluidos? Sin duda, los cambios operados en el mercado de trabajo español, con su reforma estructural, habrán beneficiado a alguien, pero desde luego no a las clases trabajadoras. En conclusión, una reforma que empeora la situación de los más desfavorecidos.

Pero podemos continuar indagando, ahora ya con cierta perspectiva, en otros ámbitos para comprobar el grado de preocupación que por las personas existe en la política. Si nos fijamos en la sanidad, una de las joyas de la corona española, también podremos confirmar que las reformas efectuadas han servido solo para disminuir las prestaciones y los servicios  a los que los españoles teníamos derecho. Para empezar aprobaron directamente, y sin anestesia, un recorte de siete mil millones de euros. Este recorte nos llevó al despido de miles de profesionales sanitarios de diferentes categorías, al cierre de ambulatorios y centros de salud, a la reducción de servicios de urgencia, a la retirada de cientos de fármacos de la financiación pública, al crecimiento de las listas de espera, a la desprotección de nuestros ancianos y discapacitados por la inaplicación de los instrumentos de la dependencia, al copago farmacéutico, etcétera, etcétera, etcétera. Es decir, una panoplia de reducciones que afectan directamente, de nuevo, a los más desfavorecidos. Nadie puede defender, sin que se le caiga la cara de vergüenza, que reducir en sanidad es fruto de la preocupación por las personas.

Igual nos ocurre con la educación. Con un recorte inicial de 3.000 millones, miles de docentes pasaron a engrosar las listas del paro, se cerraron bibliotecas, se eliminaron y redujeron becas, al tiempo que endurecieron sus condiciones, se incrementaron las tasas universitarias, se redujo la oferta formativa en los institutos, se incrementó la ratio de alumnos por clase, etc. De nuevo, el encarecimiento y empeoramiento de los servicios educativos afecta directamente a los más necesitados.

Podemos concluir, por tanto, tras esta rápida ojeada a estos sectores tan significativos, que la preocupación por las personas en la política española no ocupa el lugar que le corresponde, antes al contrario, ha sido desplazada a un papel demasiado secundario. Y pensará el amable lector por qué razón no señalo directamente a la derecha gobernante de esta prostitución programática. No cabe duda que son ellos los principales artífices de esta degradación humana que venimos padeciendo. No obstante, y reconozco que, desde la decepción, el resto de partidos, nuevos y viejos, hubiesen llegado a un acuerdo si hubiesen puesto en el centro de sus preocupaciones a las personas. Y hubiésemos evitado nuevas elecciones. Lo demás son zarandajas.

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