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Rubén Zaya, miembro de Attac Jerez

Permanente. Sistemática. Constante. Continua. Todos los adjetivos de la lista, que podría ser mucho más larga, nos sirven para calificar la presencia de Pablo Iglesias en la totalidad de medios de comunicación españoles, y en no pocos extranjeros. Parece como si el madrileño fuese un ser ubicuo, un ente pseudo-divino capaz de aparecer en todas partes al mismo tiempo, de copar titulares de prensa en papel y en formato electrónico mientras inspira artículos de opinión y editoriales. Desde las elecciones de mayo, resulta poco menos que imposible calcular cuántos litros de tinta se han dedicado al profesor de la Complutense, para convertirlo en un semidiós, una suerte de héroe que ha llegado para liberarnos de todos los males que nos acechan o, también y no con menos insistencia, para hacerlo responsable único de todos ellos y transformarlo en la encarnación de un Lucifer bolivariano.

Todas estas opiniones, las laudatorias y las injuriosas, comparten una característica común que se muestra cada vez más clara: se afanan, de manera calculada en unos casos, ingenua en otros, en hacer de Pablo Iglesias una sinécdoque. Un tropo que, en palabras del diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, “consiste en extender, restringir o alterar de algún modo la significación de las palabras, para designar un todo con el nombre de una de sus partes, o viceversa; un género con el de una especie, o al contrario; una cosa con el de la materia de que está formada, etc.”. Así, como ya ocurriera con los yogures y el Danone, o con los refrescos carbonatados y la Coca Cola, cada vez más empieza a usarse el nombre del politólogo como sinónimo de la organización a la que representa.

Las figuras retóricas, que en el mundo de la creación literaria son mucho más que un valor añadido, pueden resultar poco convenientes cuando se trata de analizar la realidad socio-política. Y lo son, creo, porque amenazan con travestirla, con ocultarla tras un velo que nos impide apreciar la riqueza de matices que contiene. La práctica totalidad de titulares de prensa o declaraciones de líderes políticos del bipartidismo aluden a Iglesias como líder de Podemos, y a Podemos como la formación política de Iglesias. Esta asociación, que tiene poco de inocente, pretende convertir en partido político lo que, en realidad, es algo más complejo y mucho más amplio: un movimiento ciudadano, surgido de la indignación de una creciente mayoría ante una situación que mina su bienestar en beneficio de una minoría privilegiada. Esta asociación, decía, trata de encajar en el sistema como una más de sus piezas a un fenómeno que persigue, como mínimo, desordenarlas, buscando una combinación diferente de la que pueda surgir algo nuevo, que responda a las demandas de la ciudadanía y ayude a dar respuesta real a los problemas a los que se enfrenta. Intenta, en definitiva, reconducir una situación desconocida en España hasta la fecha y, por novedosa, potencialmente desestabilizadora.

Desde la perspectiva de los poderes fácticos del régimen político que rige nuestro destino desde hace casi 40 años, esta estrategia tiene lógica y resulta perfectamente comprensible. Tienen miedo real a que se produzca un cambio en el statu quo que ponga en peligro sus privilegios y su propia posición de dominio. Lo que no resulta tan lógico es que, no sólo quienes apoyan el discurso y las propuestas de Podemos, sino el propio movimiento, hagan suya esa misma estrategia. Esa es la impresión que da, al menos, cuando la única cara visible en los medios sigue siendo la de Pablo Iglesias.

No se trata, ni mucho menos, de pecar de ingenuos negando la evidencia. Está claro que el impacto mediático de Iglesias contribuyó, y mucho, a los resultados electorales que Podemos cosechó en los comicios europeos. También lo está que hubiese sido un error renunciar a la única herramienta que podía igualar la contienda, porque se competía con formaciones políticas apoyadas en millones de euros disponibles para propaganda. Pero, asumiendo lo dicho, de lo que se trata es de no resultar incoherentes, de practicar de verdad con el ejemplo la búsqueda de una nueva manera de hacer política que no disocie acción y discurso, de acabar con la impunidad de los partidos tradicionales (esos a los que se viene calificando como “partidos de la casta”) a la hora de incumplir los programas, de dejar de asumir la mentira y la corrupción como características inherentes a los regidores de la cosa pública.

Será difícil seguir creyendo que Podemos no es un partido político si cada vez más se comporta como tal, si la cara de Iglesias no se acompaña de otras, ocupen un sillón en Estrasburgo o pertenezcan simplemente a uno de los cientos de círculos locales que tanto trabajo están realizando, y que se mantienen incomprensiblemente en el anonimato más allá del ámbito estrictamente local. Será difícil que la llama de la esperanza no se vaya apagando a poco si no se hace lo que tanto y tan seguido se defiende: que es el momento de que la ciudadanía sea protagonista. Puede que haya llegado la hora, por ello, de dirigir el foco hacia las bases o, al menos, de ampliar su haz de forma que no solo quepa dentro de su contorno la figura del politólogo madrileño. Porque Pablo Iglesias no es todo Podemos, y Podemos no es solo Pablo Iglesias o, al menos, no debería serlo.

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