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En cierta ocasión, una mujer muy sabia dijo que la vida no era como la esperábamos sino como nos la temíamos.

En cierta ocasión, una mujer muy sabia dijo que la vida no era como la esperábamos sino como nos la temíamos. No andaba errada. Ella acompañaba su reflexión con ciertos lamentos acerca de su propio contexto al cumplir los cuarenta. Se veía divorciada, alquilada y con problemas para llegar a fin de mes. Así no era el cuento. Cuando su madre la acurrucaba por las noches y la hacía dormir relatándole cómo sería hacerse mayor, omitió esta parte. Debió eludir el siglo XXI. No le comentaron nada acerca del cansancio, del fracaso, de la espera que posterga la espera. Cuando la niña se bebía las horas de una tarde de sábado viendo el cortejo que acompañaba hasta la iglesia a una blanca y radiante vecina del barrio, soñaba con su propia entrada triunfal. Imaginaba su futuro como una sucesión de etapas debidamente estructuradas y contenidas en un tiempo concreto. A los veintipocos, la carrera terminada. Poco después, trabajando de lo suyo. Entonces, los preparativos. Sería con el novio de toda la vida, al que habría conocido en el instituto, y que ya estaría bien colocado. Antes de los treinta —lo cual debía parecerle una eternidad—, piso propio y el primer bebé. Sería un chico. Todo estaba por hacer, pero tan claro…

Nuestra niña creció y los plazos se alargaron, se difuminaron al punto de desaparecer. La carrera llegó, pero no el trabajo. El trabajo llegó, pero no la estabilidad. La estabilidad emocional llegó, pero no el gran día. El tiempo parecía brotarle de entre los dedos para estancarse a sus pies, aprisionándolos cual arena movediza e impidiéndole dar un paso. Las prórrogas se diluían, los tiempos aumentaban y, paradójicamente, a la niña empezaba a faltarle el tiempo. El esfuerzo para conseguir el objetivo profesional se había convertido en permanente, le ocupaba ya tantas horas que se resentía el sueño, el ocio, la vida. Le impedía leer, volar y pensar, a pesar de que decían que se dedicaba a eso. Que había nacido para eso. Ella no comprendía cómo pudo ser, ni en qué momento había vencido la máquina, ¿cuándo fue que Skynet le ganó la batalla? ¿Nos ganó la batalla?

La mujer se abrió paso. Solía leer novelas policíacas y escribir algún poema. Solía cantar a voz en grito mientras conducía —que no le cansaba—, pasear sin destino ni hora, y tumbarse al sol. Miraba escaparates y tomaba helado en la calle. Pero el tiempo se comprimió, empezó a escasear. No quedaron más horas para el asueto, acabó por no saber ni lo que era. Las responsabilidades, tan inestables como irrenunciables, se multiplicaban hasta el punto de no dejar respiro. No hay tregua cuando se trata de la caterva de tareas autoimpuestas, las más duras a este lado del portátil. No hay lugar al descanso mental en el siglo XXI. La mujer que fue la niña solo ha podido resignarse ante lo temido, aunque lucha por alcanzar su meta. Una más en el plagado camino.

Ante un horizonte que se cierne, como todos, sin saber si hacia el sol o la bruma, la niña —la única coherente— debe trazar el rumbo a la mujer. A veces, no queda otra que pisar el freno y tomar aire para no desfallecer. Marcha ahora la mujer, la aprendiz de casi todo, la columnista —aunque en esto también neófita—, la periodista, la docente, la niña que miraba a la vecina, la que soñaba en una azotea, la que imaginaba en las nubes el rostro de un amor eterno, la que impartía la lección a sus macetas… parte ahora en busca de una ilusión. Un mes le ha dado de tregua la niña a la dama. Tras él, amado lector, si así lo desea volveremos a encontrarnos. Espero que para entonces podamos volver a fundirnos de nuevo en nuestro semanal abrazo de tinta. Hasta entonces, hasta pronto. 

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