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Las víctimas no están en el discurso del monarca, tampoco en sus pensamientos; solo en la memoria de la tierra.

Aquel día no comprendí nada. Sospecho que como tantos otros antes que yo. Fue en la infancia, en una de aquellas tardes eternas que el verano del membrillo regala a la campiña sevillana. Por el camino de la carretera vieja se llega hasta el cementerio de un hermoso pueblo preñado de olivos. De iglesia en alto y cooperativa de aceite. De fábrica de ladrillos por los contornos. De herida abierta en lo más profundo. Las casas encaladas rivalizan con la luz que emana del propio aire. Del aire andaluz. En ese atardecer, se marchó la infancia. El abuelo, natural del pueblo, solía relatar la historia de cada uno de los eucaliptos del camino al camposanto. Nunca supe muy bien cómo había llegado a conocerlas, pero amaba el relato por encima de todo. Aquel fue el tiempo para otra historia: la de la tapia.

Ese muro había amparado el dolor; era siempre su última morada. El surco de sus grietas había cobijado el miedo y el llanto a partes iguales. Quizás también el honor que solo se reserva a los temerosos. El blanco de su cal se tiñó de rojo y la frialdad que el rocío de la mañana acababa de dejar sobre sus piedras la deshacía el calor de la sangre rebelde. De la sangre, sin más. Contra aquella tapia se ametrallaron sueños, besos y recuerdos. A esos cuerpos solo los despidió la cuneta y el alba. Solo los eucaliptos del camino por testigos. El abuelo sabía bien que esas historias a las que el amanecer puso fin formarían ya por siempre uno con la arboleda. Tierra somos.

Esta semana se han cumplido cuarenta años desde que los españoles pudimos volver a retomar otra senda. Tras otras cuatro décadas de la sombra más negra, la luz parecía abrirse paso en forma de urna. El camino custodiado de eucaliptos dejaba de enfilarse bajo el fusil, mas ya lo había hecho demasiado. El cimbreo de esos árboles centenarios recobraba al fin el protagonismo sobre las marchas militares, sobre el temor y la barbarie. Y a partir de aquel momento, cuentan los libros de texto que todo fue mejor. Se pactó el olvido y se confió al silencio la labor de reconciliar a un país. Solo el eucaliptal parecía recordar, solo el abuelo revivía sus historias, solo la tapia continuaba erguida en callado homenaje. Y nada más.

Hoy, tras un puñado de decenios, su graciosa majestad habla al fin de dictadura. Todo un mérito inédito en materia de Borbones que, al parecer de muchos, procede elogiar. La tibieza y la ambigüedad cimbrean igual su discurso que lo hace la brisa rural con las ramas del eucalipto. Una equidistancia que no se parece a la historia que los árboles conocen bien; una conciliación que no funciona con las cunetas aún pobladas, con los paseos de amanecida en la retina o en el escudo familiar, con los sueños que se estrellaron contra la cal, con la legalidad quebrada. El campo sabe más y la sangre azul no lo acalla. Las víctimas no están en el discurso del monarca, tampoco en sus pensamientos; solo en la memoria de la tierra.

Las rejas señoriales, los balcones de piso bajo, las puertas de entrada —siempre de entrada— sostenidas por una piedra firme, el lugar donde todo el mundo conoce tu nombre. Así es el pueblo del abuelo. Así continúa arbolado el camino que lleva al cementerio. Hoy una placa recuerda a los caídos contra el muro siniestro. Ahora que el abuelo ya no está y que seguimos sin entender nada, solo la tierra recuerda a la tierra.

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