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I.G., perdonen que me guarde el nombre, pero el fulano no quiere estar en boca de todos, fue toda su vida venenciador en una bodega de las de solera de Jerez. Pero un buen día el correcto y servicial trabajador dejó de serlo: Le tocó en “suerte” ser parte de uno de estos EREs a los que nos hemos ido acostumbrando en esta tierra de lustrosos puentes y muy bien contados parados. Claro que a estas alturas de siglo, y visto lo visto, no se sabe muy bien para qué los cuentan. En fin, a lo que vamos.

El caso es que al prejubilado que les decía le gusta de cuando en cuando, harto de patearse la calle Larga y alrededores, cansado de esperar que maduren los tomates que siembra en el huerto solidario en el que se entretiene, darse alguna vuelta por la que fuera casi su casa y su lugar de trabajo. “Qué triste es verlo tan solitario y apagao. -Me dice con cierto hastío.- Como ya no hay nadie ni con quien hablar, pues allí que me siento en un poyete y paso el rato. ¡Pa eso hemos quedao! Pero un día, fíjete cuál fue mi sorpresa, que como todavía no habían llegado los turistas, que son los únicos que se ven por allí últimamente, un par de ratones bodegueros que tienen allí colocaos pa que se tomen su poquito de vino dulce y suban la escalerita, andaban contando entre sí este referío que ahora te cuento.”

Y créanse que no pongo nada de mi parte. Puede ser que los ratones se hubiesen pasado con el vino, pero lo cierto es que aquellos roedores lustrosos, alcohólicos y anónimos hablaban. Sí, hablaban. Y en castellano, nada de inglés. Y lo hacían, según me contaba, mientras paladeaban el alcohol y el azúcar que a manera de señuelo les quedaba en su sonrosada boquita de ratón.

Asegura mi buen amigo que relataba el más orondo de los roedores, que hubo en esta ciudad que llaman Jerez, cierto prohombre muy nombrado y estimado. Un caballero de morena y buena efigie, con porte orgulloso y algo de torero, campechano,  bien peinado, y hasta un buen mozo al entender de las ratonas del lugar. Todo un personaje dicen que fue, un semidiós con acento andalusí, que es como hablamos por estos pagos los que no somos ratones.

Narraba el buen ratón a su compinche que el tal era señor y casi rey de estos lugares, y que eso fue durante un buen puñado de años, muchos, a lo mejor hasta más de los que debiera, pero estos asuntos ya saben ustedes que no son cosa de los hombres, sino que solo los dioses saben las razones y el por qué de esto y de lo otro. Decían los ratones que en el reino de don Pedro, que era como lo nombraban, las filas de penitentes y devotos, los clubes de fans, por emplear palabras más modernas, serpenteaban a las puertas de sus palacios, y que eran bastante los que esperaban impacientes la bendición, el abrazo o la palmada de su majestad imperial. Y fue en esas como don Pedro conquistó lugares que convirtió en suntuosos castillos, ganó palacios que trocó en cortijos, y que a punto estuvo de salir bajo palio en una estrafalaria procesión circense de estómagos y billeteras agradecidos.

Pero pasó lo que pasó: Un buen día la suerte del emperador o rey, que eso todavía no me quedó muy claro cómo lo concebían los ratones, debió cambiar por esas cosas que solo los dioses (o los jueces, que tampoco sé si son lo mismo) saben y entienden. Y ocurrió que las filas se disiparon, que los amigos se diluyeron, que los aduladores se esfumaron, que los pelotilleros se escabulleron, que los halagadores se desvanecieron y que los correveidiles se evaporaron como el alcohol endulzado de la boca del sonriente ratón.

Andaban con estas historias los roedores cuando sonó el cerrojo del gran portalón y los múridos, sin prisas pero sin pausa, se perdieron entre las viejas botas del lugar.

Pero las leyendas, ya lo saben sus señorías, son lo que son.

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