Así ha sido la detención de Julian Assange en la embajada ecuatoriana de Londres.
Así ha sido la detención de Julian Assange en la embajada ecuatoriana de Londres.

Al PP se le cae la fachada. A Ciudadanos le cambian el nombre de su jefe y cuando la Junta Electoral le exige que retiren un cartel dicen que la empresa tardará: vamos, lo mismo que opinan ellos mismos en Cataluña con las pancartas. El PP le ha puesto al PSOE una agencia de viajes a la puerta y un anuncio de corrales, no sabemos si para gansos o gallinas. Los niños, menores de edad, del presidente y su esposa están siendo exhibidos por doquier sin permiso: la Fiscalía dirá. Hay quien va cantando al novio de la muerte incluso sin haber empezado la semana santa; y que no sería mejor de haber comenzado ya.

En medio de tanto revuelo la policía de Londres se lleva, con el beneplácito del Gobierno de Ecuador, a Julian Assange después de siete años y la pregunta solo puede ser por qué. ¿Por qué precisamente ahora? ¿Por qué ahora que el fiscal estadounidense entrega sus conclusiones sobre el pasteleo de las elecciones en las que ganó Trump? ¿Por qué Julian Assange acaba de ser acusado de intrigar en ese pasteleo?

Baltasar Garzón acusa a Lenín Moreno de no decir la verdad, lenguaje diplomático para evitar pronunciar la palabra mentir. La acusación de Garzón, abogado defensor de Assange, contra el presidente de la república de Ecuador es grave, aunque en el genio español siempre se sale de lo complicado con ese “algo habrá hecho”. Algo, por cierto, todavía sin probar, y para ser culpable hay que haber recibido una sentencia por ello, después de haber probado los delitos de que se acusa.

Quizá las causas haya que buscarlas en estrategias más elaboradas. Thomas Fischermann, en un magnífico análisis publicado por DieZeit, señala que “La expulsión del fundador de WikiLeaks, Julian Assange, de la embajada ecuatoriana en Londres muestra que los EE. UU. están organizando su control sobre Sudamérica con rapidez”. Fischermann es politólogo, periodista que ha dirigido las oficinas de su periódico en Londres, Nueva York y Río de Janeiro. En su artículo relata cómo en 2012, momento en que Sudamérica pasaba por ser un subcontinente de izquierdas, Correa en Ecuador, Chavez, Evo Morales, los Kirchner..., experimentaron una política social diferente y mano dura contra las elites anteriores, gracias a los precios asequibles de petróleo venidos de Venezuela (Fischermann).

Carsten Luther, también en DieZeit, analiza la querella estadounidense contra Assange, la ve como “una amenaza para la libertad de prensa, y añade que Assange habría ignorado determinados límites, sí”. Pero se pregunta: “¿Serán los periodistas en el futuro criminales si sacan a la luz secretos y con esos secretos descubren crímenes que la sociedad tiene que conocer?”. Y sigue Luther: lo que no se puede publicar es algo obtenido ilegalmente, pero los periodistas tienen el derecho a proteger a sus fuentes de información.

El derecho del periodismo y de los periodistas a informar libremente sobre los excesos del Estado y de todas sus instancias es un derecho fundamental, de los periodistas y de la sociedad. De ahí surge la denominación de Cuarto Poder. El control del Poder a través de la investigación, la búsqueda de la verdad y su publicación, para que los ciudadanos se formen una opinión sobre sus gobernadores.

Esto nos lleva a pensar en las cloacas del Estado y en la Ley Mordaza, claramente limitadora de los derechos civiles más elementales en democracia y que no se ha reformado por la disolución del Congreso de los Diputados ante las elecciones legislativas. Podría pensarse que la Ley mordaza solo esté pensada para debilitar o impedir el activismo social y político, sin embargo legítimo en una democracia. Esto último es suficientemente grave, pero el problema es aun mayor: las multas y la amenaza del Código Penal contra periodistas que realicen su trabajo. Hace solo algunos días un periodista y documentalista, Clemente Bernard, ha sido condenado en Pamplona a un año de cárcel por grabar lo que ocurría en una misa en un mausoleo franquista, con el argumento de que el mausoleo no es un lugar público y que la publicación constituiría un delito de descubrimiento y revelación de secretos. El periodista se siente “silenciado”.

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