Uno de los carteles de la manifestación del 8M en Jerez. FOTO: MANU GARCÍA
Uno de los carteles de la manifestación del 8M en Jerez. FOTO: MANU GARCÍA

Una de las habilidades más sorprendentes del patriarcado, es la facilidad con la que normaliza situaciones anormales a toda vista, haciendo que las asumamos con naturalidad, y que pensemos que así deben ser, porque lo han sido siempre, y pertenecen al orden natural de las cosas.

Pero a poco que uno se detenga y analice la realidad con ojos de veracidad, y cierta capacidad crítica, observaremos que mucho de lo que asuminos como normal, y que en consecuencia su cambio es ajeno a nuestra voluntad, es artificial.

Los hombres y las mujeres socializados por un modelo político, económico, y social, machista, hemos asumido la normalidad de la desigualdad, de la discriminación, y de las injusticias. Esta socialización nos ha llevado a invisibilizar las jerarquías de poder existentes, porque asumimos los mensajes con los que cotidiana y reiteradamente la sociedad patriarcal nos alecciona.

Pero en este siglo XXI, en plena nueva revolución tecnológica, donde desde un dispositivo electrónico de bolsillo como el móvil, podemos acceder a una cantidad de información incalculable, e incluso manejar el mundo, ocultarse bajo esta socialización, negando la posibilidad de descubrir y admitir las mentiras que se ocultan, es intolerable.

Los hombres seguimos sin embargo negando la mayor, no viendo ni aceptando que vivimos en una sociedad donde el modelo de hombre, la masculinidad hegemónica, es el centro de todas las cosas, la referencia de las medidas, y el tamiz bajo cuya entidad todo se ha de interpretar. Los hombres no queremos asumir que hemos fabricado una cultura que margina a una mitad de la población, y el egoísmo nos hace creer que sí pensamos en nosotros, también lo hacemos en ellas, que con eso es suficiente, y que la hostilidad con que el feminismo nos mira, debiera ser agradecimiento, por el esfuerzo y trabajo de crear un mundo para todos. Cuando lo que realmente se ha construido en muchas ocasiones, es un infierno.

Si no, no se entiende que las mujeres hayan tenido vetada su participación en los asuntos públicos, que tuvieran que pasar años de lucha, cárcel, y humillaciones, para que se les reconociese un derecho del que nosotros gozábamos como el de sufragio. Que a regañadientes les admitiésemos votar y no ser elegibles, o ser elegidas y no ejercer el voto, tal cual sucedió en la durante segunda república española. O que ellas no tuviesen una educación plena, y se viesen obligadas a abandonar sus estudios una vez contraían matrimonio, siendo entregadas en propiedad a sus maridos, quienes disponían de sus cuerpos, bienes y patrimonios. Porque hasta incluso se les robaban sus apellidos, pasando a ser llamadas, como señoras de él.

No podríamos entender que la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano Francés, antecedente de la Declaración Universal de Derechos Humanos, era eso, lo que literalmente su nombre indica, porque las mujeres no eran consideradas ciudadanas, ni mucho sujetos de derecho. Así de terrible, pero es como suena.

Que en nuestro país, el divorcio no fuese libre hasta 1981, condenando a las mujeres en muchas ocasiones, a convivir con su agresor. O que incluso nuestra alabada constitución de 1978, sea un texto patriarcal y machista, que solo tuvo “Padres” y ninguna madre, que ignora total y sistemáticamente a las mujeres, convirtiéndose en una ley de hombres para hombres, con el agravante de ser la norma suprema que inspira y sirve de interpretación de todo el ordenamiento jurídico, y que en consecuencia debiera ser ejemplo. Pero lejos de eso, se ha convertido en el baluarte de un sistema normativo que garantiza las jerarquías, y consolida las desigualdades.

También conviene recordar que en España, las mujeres hasta el año 2015, no tuvieron el reconocimiento de su derecho a decidir, sobre algo tan elemental y básico como el propio cuerpo, en el acto más claro y cruel de control del patriarcado.

Todas estas históricas y presentes prohibiciones, vejaciones, humillaciones, y vulneración sistemática y continuada de los derechos de las mujeres, no fueron cometidas por entes abstractos sin identidad. Fuímos los hombres los que pusimos todos los impedimentos y obstáculos para no permitir su derecho al voto, los que dictamos y mantuvimos leyes discriminatorias, injustas y opresoras, los que las hicimos depender nuestra voluntad y caprichos, los que ocultamos la violencia de género, bajo eufemismos como “crímenes pasionales”, o “violencia conyugal”, los que nos beneficiamos de la explotación, sexualización, y cosificación de sus cuerpos, y en definitiva los autores culpables de un sistema represor, y criminal, que ha condenado y condena a cientos de millones de mujeres en todo el mundo a una vida de penurias y desgracias. Pero todavía hoy, estoy seguro, que los hombres seguimos pensando que somos inocentes, justos y buenos, y que no nos merecemos las criticas desaforadas que hacía nosotros se vierten desde la igualdad.

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