El buen hombre se frotó con fruición la mano de saludar. La enjabonó de nuevo. El día era importante y no era ocasión para dejar cabos sueltos.
El buen hombre se frotó con fruición la mano de saludar. La enjabonó de nuevo. El día era importante y no era ocasión para dejar cabos sueltos. Las aclaró y notó el agua tibia antes de irse cañerías abajo. Las secó con una de las toallas cercanas. Se volvió a ajustar el nudo de la corbata rojo desvaído. Se remiró en el espejo. Se vio guapo. Maquilló algo y con destreza alguna de las viejas marcas del acné juvenil. Begoña le miró desde el otro lado del reflejo. Al fondo, como en el salón, se oían las voces nerviosas y distraídas de sus niñas mezcladas con el relato de un locutor en la radio. ¿He dicho yo eso?, se preguntó ligeramente desconcertado por las promesas. “A partir de la semana que viene…”
Se recordó en el estrado. Volvió a sentir las palmas serviciales y convenidas de los amigos. O no. Recreó de nuevo la sucesión de flashes, las palabras de aliento, las de desaire: “Contigo hasta el fin del mundo.” E imaginó neuronas adentro una isla paradisiaca con hamacas, mares turquesa, palmeras y mosquitos con zika. “Contigo ni a la vuelta de la esquina”, resonó en sus oídos como un ultimátum casi letal, mientras reajustaba por penúltima vez su camisa impoluta y recién estrenada. “Jugaremos al sí o no”, pensó resuelto.
Este juego no es gran cosa, aunque para los de su clase resulta siempre divertido. Ni siquiera hay que pensar. Se repite lo que se dice en las alturas. Y en medio, como atrezo, los aplausos, las miradas de complicidad, la monotonía y el runrún repetido de los tristes oradores. Sí, sí, no, no, no, sí, sí, no, no, no…
Y entonces rememoró cuando oyó su nombre en la sala de plenos como si hubiese sido acabado de mentar: “Sí”, pronunció con claridad. Sí, sí, sí… Había algo de placer en la afirmación. Y creyó que todavía sería posible el milagro. Y sonrió. No, sí, no, no, no… El juego continuó hasta el final de la lista. Era fácil. No era ni necesario ni conveniente ser muy listo para participar.
“A esta pregunta tendremos de responder sencillamente sí o no”, aseveró el locutor en la radio que había dicho él. Me gusta este juego, volvió a decirse para sí, mientras se subía hasta arriba y con algo de cuidado la cremallera de la portañuela.
Desde la puerta del piso, con permiso de los escoltas, llegó el sonido metálico y artificial del timbre. “Pedro, es para ti”, apostilló la esposa que había acudido, casi sin ganas, a abrir. “Un momento, por favor. Ya estoy…”, aseguró él desde el cuarto de baño.
En la puerta, vestido de limpio, con su traje de gala especial para los actos importantes, el secretario general de los Estados y la Hacienda de las Españas exhibía, con el porte gallardo y protocolario de los funcionarios, el documento en el que se sucedían cifras, cantidades, importes inimaginables para los mortales pero que venían a resumir el coste total de la partida.
-Buenos días, le traigo la factura, ¿me podría firmar aquí? ¿En qué cuenta se la cargamos?, dijo mirando fijamente a los ojos del no investido mientras a sus espaldas se extendía majestuoso el azul contaminación de los cielos de Madrid.
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