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Ella misma puso el adiós. El cuerpo pendía de una cuerda cuando su madre la vio por última vez. Tenía trece años y un fantasma acechante.

La chica nació pasado el efecto 2000. Un efecto que pareció no llegar nunca pero al que todos temimos por si el televisor dejaba de funcionar o el microondas se volvía loco y trataba de gobernar el mundo bajo el mandato de Skynet. Ella vino al mundo en el veintiuno. Se libró de la infame vestimenta infantil de los noventa, de los baberos enormes de encaje, de la inefable Leticia Sabater y de acompañar al portal a las muñecas de Famosa. Nunca alimentó a un Tamagotchi ni bailó el Wannabe de las Spice. No se estremeció por Leonardo DiCaprio ni siguió los consejos de papel de la SuperPop. No supo quién era Franco hasta la clase de Historia. No temió a la bruja Avería pero pronto descubrió otros miedos. Al principio fue más fácil, cuando la piscina de arena y las risas componían su mundo, cuando el parque era su escenario preferido y las horas se medían por la duración del juego siguiente. Con el paso de los años —pocos, bastó una docena— se fue haciendo el oscuro. Cinco mil días debieron parecerle una eternidad. En ellos se contuvo una vida a la que Ella misma puso el adiós. El cuerpo pendía de una cuerda cuando su madre la vio por última vez. Tenía trece años y un fantasma acechante.

Friedrich Nietzsche sustentó gran parte de su obra Más allá del bien y del mal en el presupuesto de dominación inherente a toda cultura superior. Así, advirtió que “la casta de los bárbaros” —como era siempre considerada en origen la casta aristocrática— prevalecía sobre el resto no tanto por la fuerza física sino por la psíquica. Eran, para él, hombres más enteros, bestias más enteras. El filósofo del martillo veía en la capacidad de control de unos sobre otros una mayor entereza mental. Y no le faltaba razón.

Cuando Ella se marchó, ni su cabeza ni sus pulmones aguantaron más. Los fantasmas de carne y hueso ganaron la batalla, la batalla de las bestias más enteras. Sus oídos no pudieron soportar más burlas; sus ojos se cansaron de inundar en lágrimas las imágenes del ataque diario; sus manos se dolieron por las uñas de rabia clavadas en el dorso una y otra vez; su mochila, más pesada cada día, quedó posada para siempre en el suelo de la habitación, junto a la carpeta forrada de ídolos que ya nunca conocería. Nada más hubo que decir, ni más pesadillas por vivenciar, ni más recreos a escondidas, ni más susurros a su paso. Nada más.  

Hace un par de años, Arturo Pérez Reverte escribió un artículo que tituló, fiel a su estilo, Esas jóvenes hijas de puta. En él cargaba su tinta implacable contra las compañeras de una adolescente que —como Ella— se marchó también demasiado pronto por no poder soportar el acoso al que la sometían. Esas jóvenes bestias más enteras volvieron a golpear el corazón de las menos fuertes. El asco y la furia que cabalgaban entonces a partes iguales por la prosa descarnada de Reverte luchan por hacerse un hueco en estas líneas que por desgracia y con toda humildad hoy le toman el testigo. Estos días la televisión comercial de mayor audiencia nos habla sobre valentía con una campaña que pretende concienciar contra el acoso escolar. “No le tengas miedo al malo” reza la canción. Ojalá Ella hubiera podido doblegar a la casta de los bárbaros. Ojalá gire la rueda para volver más enteras a las bestias más heridas, para que el malnacido enmudezca antes de infligir dolor y de hacer que las cuerdas se tensen. Por un mundo sin columnas como esta. Nunca más. 

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