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"Un buen equipo directivo vela por el bienestar de todos los que hacen escuela, buena escuela. Debe ser exigente, mucho, pero nunca sin partir de la autoexigencia"

Cuando en cualquier conversación surge el polémico tema de la educación, llueven las críticas al sistema educativo como un todo, despotricamos de la incesante y precaria implantación de nuevas normativas que nunca alcanzarán la madurez. Incidimos en la responsabilidad de los profesores a los que pedimos cuentas, nos dolemos de la falta de implicación de las familias o nos indignamos por su intromisión constante. En ocasiones, menos, nos referimos a la necesidad de entender que los alumnos son agentes del proceso educativo y no meros receptores pasivos. Pero es frecuente que dejemos fuera un elemento crucial de la ecuación: el equipo directivo. La Dirección pasa inadvertida cuando se debate en términos generales.

Es un error perceptivo. No nos equivoquemos, la Dirección, como su propio nombre indica, marca el rumbo de la escuela. Una buena dirección hace una buena escuela. Y por dirección entiendo un equipo, y no solo la cabeza visible del mismo. Una buena escuela no es tal sin un buen director y un buen director no puede serlo sin un buen equipo directivo que lo acompañe y respalde. Son todas piezas necesarias de un complejo puzle.

Un buen director alcanza el éxito cuando logra formar un buen equipo, con el que trabajar codo a codo. Para ello debe conocer a fondo la comunidad educativa de la que forma parte. Debe escoger a personas comprometidas, colaboradoras, que conozcan el valor de trabajar de forma cooperativa en pro de un bien común, que asuman el reparto de tareas y tengan muy interiorizados los procedimientos democráticos, que desde la discreción y la mesura sean capaces de motivar a los docentes, pues ellos son el único instrumento para la motivación del alumnado -un docente desmotivado no hace una buena escuela. En los buenos equipos aporta más el lento caminar de los corredores de fondo que la fulgurante estela de las estrellas fugaces o fuegos fatuos. Una buena dirección se atreve a apostar por la innovación, pero a apostar de verdad, no a utilizar un lenguaje novedoso y hueco que aparenta cambios con los que esconder que nada ha variado y que no se ha dado un solo paso real fuera de la zona de confort de la vieja escuela -¿recuerdan la famosa paradoja de “cambiar todo para que nada cambie” descrita por Lampedusa en Il Gattopardo, “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”?

Un buen equipo directivo vela por el bienestar de todos los que hacen escuela, buena escuela. Debe ser exigente, mucho, pero nunca sin partir de la autoexigencia. Ofrece apoyo y seguridad, predica con el ejemplo y busca la equidad y la excelencia. Planificación, organización, gestión, competencia pedagógica, disciplina, respeto de los acuerdos por encima de las decisiones unilaterales e imprevistas, y un largo etcétera favorecen un ambiente de trabajo colaborativo en el que la crítica es una forma de crecimiento y no un azote destructivo.

Las dotes de un equipo directivo se aprenden y las cualidades necesarias tienen más que ver con el espíritu de servicio y colaboración que con la capacidad de liderazgo. En el confuso rompecabezas que es hoy día la educación, solo lograrán ser buenas escuelas aquellas que cuenten con la guía de una buena dirección.

 

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