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Hay muchos tipos de crisis. Está la crisis hipotecaria, la ministerial, la bursátil… también la de los 30, los 40, los 50. Las crisis existenciales, las del reloj biológico, las hormonales, las de identidad… en definitiva, un universo casi inabarcable de cataclismos cíclicos y recurrentes. Posiblemente, a lo largo de la vida nos enfrentamos a más momentos de crisis de los que podemos enumerar de un plumazo. Como en todo proceso natural, podría decirse que la propia bajada es la que posibilita la subida, al igual que ocurre con las mareas. Ese movimiento alternativo de ascenso y descenso del nivel del mar generado por los efectos gravitatorios de la luna y el sol encuentra su razón de ser en la oscilación pendular. A veces, las crecidas son más intensas (las llamadas mareas vivas), cuando la tierra, la luna y el sol están alineados; y otras veces, llegan las mareas muertas (las más pequeñas), siempre que la luna y el sol formen un ángulo recto con la tierra. Incluso existen ya aplicaciones de móvil para saber la hora exacta de la pleamar y la bajamar en una determinada costa, pero lamentablemente, no todas las aguas son igual de previsibles. Hay oleajes arrebatados difíciles de gestionar.

Dentro del amplio abanico de crisis a las que sucumbimos los humanos cada media hora, permítame el lector que me detenga hoy en aquellas que por su frecuencia y posibles efectos devastadores, presiden muchos episodios de nuestro paso por el mundo. Me refiero, como no podía ser de otro modo, a las temidas y omnipresentes crisis de pareja. Es un hecho consumado que estos duros trances condicionan nuestro ánimo y son capaces de eclipsar todo tipo de vivencias. Si una crisis se define como un cambio brusco en el curso de un proceso, hay que recordar que la consecuencia puede ser que se empeore o que se mejore con respecto al punto de inicio. Aunque la propia palabra rebosa connotaciones negativas en nuestra mente, lo cierto es que puede desencadenar también algo positivo. Los gurús del emprendimiento no paran de decirnos que veamos las crisis como oportunidades de crecimiento, de cambio y de experiencia. Puede —solo puede— que funcione así en el terreno empresarial, pero entre dos… las cosas son un poco más complejas. Cuando uno vive en pareja, deposita sobre esa otra persona sus secretos, esperanzas y deseos, pero también sus frustraciones, complejos y aversiones. En eso consiste también compartir la vida, en tener a alguien a quien culpar de los propios errores y a quien enloquecer hasta el extremo de que crea que le compensa. Esto puede ser un coctel casi perfecto cuando es mutuo y un lastre especialmente pesado cuando no lo es.

Muchas crisis amorosas tienen lugar por lo que podríamos denominar el síndrome del metro. Se trata de aquel momento en el que al mirar a nuestro lado en el sofá o a la silla de enfrente en la mesa del comedor no encontramos a aquella persona con la que un día nos comprometimos, sino que tenemos la sensación de que de pronto nos hemos trasladado a un vagón de metro y compartimos asiento con un completo desconocido. Puede que sea porque todos mutamos y de algún modo descubrimos a lo largo de la vida aquel ser en el que nos vamos a convertir o que realmente éramos sin ser conscientes. Además, es muy posible que nuestra pareja se dé cuenta del cambio antes que nosotros, e incluso que nos hayamos relajado tanto que archivemos para siempre nuestra pose de conquista, haciéndonos del todo irreconocibles. Podemos experimentar también el síndrome del espejo. Este es en extremo frecuente. Alude a la especial propensión que tenemos a esperar en el otro las reacciones, los comportamientos y los comentarios que nosotros tendríamos. Por más que nos acostumbremos a tomar los huevos como a nuestro amorcito más le gusten o que renunciemos a ver aquellas películas que sabemos que él o ella detesta, en el fondo deseamos ver en nuestro cónyuge un reflejo de lo mejor de nosotros mismos. Esta especie de perversión ególatra responde ni más ni menos que a la circunstancia de que yo soy mi propio campo de experiencia vital y, por lo tanto, no puedo conocer lo deseable o lo censurable si no es en referencia a mis propias acciones, a mi propia escala de valores. Así, juzgamos positiva o negativamente cómo actúa el otro y lo hacemos —no nos engañemos— con bastante más dureza. Y entramos en crisis.

A pesar de que la sintomatología es casi tan variada como dúos existen, hay una patología que aunque paradójicamente a corto plazo pueda fomentar la supervivencia de la unión, a largo plazo desencadena una agonía lenta y penosa: la enfermedad del silencio. Afecta por igual al aparato fonador y al corazón. Cuando nada queda por decir, cuando las afrentas no despiertan siquiera un pasional enfado, cuando la indiferencia es la estrategia de vida, todo ha acabado sin retorno. Las mareas vivas son tempestuosas, arrolladoras, pueden fragmentar las ramas a su paso, pueden estrellar contra la roca una barcaza, pero están vivas. Porque están vivas. Las mareas pequeñas son serenas, estables, apacibles en su quietud. Pero las mareas de equilibrio no pueden ser perpetuas. Ayudan a orientar el caudal, son necesarias para poder apreciar los altos y los bajos, pero de forma perenne acabarían por estancar el agua. En un mar de silencio, hay una crisis crónica, no hay oxígeno. Se muere.

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