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Antonio Bernal, miembro de Attac Jerez

Llamamos bipartidistas a aquellos sistemas de partidos en los que, aun respetándose el principio del pluralismo, predominan dos fuerzas que acumulan la mayor parte de los votos, siendo las únicas con posibilidades reales de formar gobiernos, a veces en solitario, a veces en coalición con algún socio menor y muy excepcionalmente en forma de grandes coaliciones de esas dos fuerzas mayores.

En España es un lugar común atribuir la causa del bipartidismo al sistema electoral y en general al sistema político creado con la Constitución del 78. La misma correlación se da en otros muchos países. De hecho los politólogos establecen una distinción básica entre sistemas electorales mayoritarios, a base de circunscripciones de un único escaño que gana el candidato con más votos, que producen casi invariablemente sistemas bipartidistas, como el británico y el estadounidense; y sistemas electorales proporcionales, a base de circunscripciones mayores, que tienden a producir sistemas pluralistas en distinto grado, en función del tamaño de las circunscripciones, medido en número de escaños en liza, y de la fórmula matemática que se aplique para la conversión de votos en escaños.

En nuestro caso suele decirse que, aun siendo un sistema electoral proporcional, tenemos la fórmula de conversión de votos en escaños menos proporcional de las que existen, la Ley D’Hondt, y muchas circunscripciones provinciales de pequeño tamaño, lo que produce resultados favorables al bipartidismo dominante.

Pero esto es una verdad a medias. Aunque determinados efectos mecánicos de los sistemas electorales son bien conocidos, lo cierto es que hay países que producen resultados similares con distintos sistemas y a la inversa. En Alemania tienen un sistema electoral complejo, de doble voto, en el que los electores votan a un diputado en circunscripciones de un sólo escaño y a listas de partido en circunscripciones grandes que abarcan todo el Land (equivalente a nuestras comunidades autónomas). Pero los resultados dependen principalmente del voto a listas. Y a pesar de aplicarse en ese nivel una fórmula muy proporcional, el sistema político alemán ha sido históricamente bipartidista. En Francia, en cambio, rige un sistema rigurosamente mayoritario y encima a doble vuelta, lo que reduce todavía más la competición dado que a la segunda vuelta sólo concurren los dos candidatos más votados en la primera, con la consiguiente concentración de voto. Sin embargo desde la fundación de la Quinta República ha sido una constante la presencia parlamentaria significativa de varios partidos.

En realidad las causas profundas del bipartidismo son más sociales que electorales. Su origen se remonta al último tercio del siglo XIX, el momento en que la clase obrera emerge como sujeto político diferenciado, organizada en sindicatos y partidos (socialistas y socialdemócratas) que presionan a favor de la universalización del sufragio, hasta entonces restringido a las reducidas élites que comandaron los primeros Estados liberales. Con la democratización de esos Estados la dinámica política quedó marcada por una profunda fractura de clases, por el choque entre partidos obreros de masas, dispuestos a liquidar en las urnas el orden capitalista, y partidos defensores de la propiedad privada y de las leyes que aseguraban la dominación de la patronal. El punto culminante de ese choque se produjo en el periodo de entreguerras, especialmente tras el crack del 29.

Pero al finalizar la Segunda Guerra Mundial, antes en algunos países, las cosas cambiaron. Se apostó por un sistema político capaz de canalizar el conflicto de clase. Surgió así un nuevo modelo de Estado, construido sobre un gran pacto social, y la sociedad bipolar forjada por el capitalismo primitivo se transformó en una sociedad de nuevas y extensas clases medias. En su seno confluyeron trabajadores de cuello blanco (profesionales, técnicos, empleados cualificados…), junto a pequeños propietarios y comerciantes. Pero subjetivamente también trabajadores de cuello azul, obreros que por primera vez en la historia se sentían bajo la protección de un Estado garante de condiciones dignas de existencia, que además alimentaba expectativas de ascenso social proyectadas en sus hijos, beneficiarios de eficientes y universalizados sistemas educativos.

Para los partidos políticos esas nuevas clases medias pasaron a ser el objetivo electoral prioritario. Los viejos partidos de clase única se reconvirtieron en catch all parties, partidos “atrápalo-todo”, que ya no exhibían un discurso de confrontación sino de consenso en torno al mantenimiento del Estado social, con pequeñas diferencias en lo accesorio. En lugar de izquierdas y derechas, se generalizaron las etiquetas de centro-izquierda y centro-derecha.

El consenso empezó a romperse en los años setenta del pasado siglo. Ya en los ochenta, Reagan en Estados Unidos y Tatcher en Reino Unido apadrinaron una nueva derecha sin complejos, dispuesta a liquidar el Estado social, alentando y encauzando una nueva sensibilidad surgida en sectores de esas clases medias que, olvidados de las penurias de generaciones precedentes, se quejaban del exceso de impuestos que debían soportar para sufragar el bienestar de otros. En la economía pesaba cada vez más el sector servicios y menos el industrial. La vieja clase obrera pasó a ser poco menos que una especie en extinción. Para los partidos socialdemócratas llegó la hora de la Tercera Vía y sus múltiples variantes (Blair en Reino Unido, Schröder en Alemania, Prodi en Italia, Clinton en Estados Unidos…). Temerosos de perder posiciones de centro, y conscientes de la contracción de su electorado obrero, asumieron lo sustancial del programa de la nueva derecha, la necesidad de rebajar impuestos y la insostenibilidad del Estado social, precisado de reformas para salvar el núcleo del bienestar, un ámbito siempre incierto cuyo perímetro no ha dejado de reducirse desde entonces.

En esa espiral de cambios sociales y de comportamiento electoral y político residen las claves de la actual crisis del bipartidismo. Los partidos “atrápalo-todo” han pasado a ser partidos “atrapa-cada-vez-menos. Si tomamos en consideración los resultados en elecciones parlamentarias, las más importantes a nivel nacional, desde que Tony Blair logró imponerse en Reino Unido la suma de votos del Partido Laborista y del Conservador se ha rebajado del 73,9% en 1997 al 63,7% en 2010. En Alemania, desde el triunfo de Schröder en 1998, la suma de la democracia cristiana (CDU-CSU) y la socialdemocracia (SPD) ha caído del 76,1% al 67,2% en 2013. En Francia, desde que el Partido Socialista cambió el programa común de izquierdas por un incierto reformismo durante los mandatos presidenciales de Miterrand, sus votos sumados a los de las variantes formaciones de centroderecha (teniendo en cuenta sólo los resultados en primera vuelta) han pasado del 72,4% en 1988 al 56,4% en 2012.

En realidad el retroceso ha sido mayor. En los mismos años se ha producido un aumento generalizado de la abstención de entre seis y diez puntos, lo que significa que el peso conjunto del centro-derecha y el centro-izquierda en el electorado potencial se ha rebajado aún más de lo que indican los porcentajes anteriores, que son cálculos tomando como base al total de votos válidos.

En este proceso España ha sido hasta ahora una relativa excepción. Aquí la competencia entre grandes partidos con vocación centrista hubo de esperar a la refundación del PP de Aznar y su célebre “giro al centro” a principios de los noventa. Además no es fácil simplificar el análisis por la distorsión que produce la presencia parlamentaria de grandes partidos nacionalistas. Dejando al margen los resultados de CiU y PNV, lo cierto es que la suma de votos a PSOE y PP no ha experimentado una pauta clara de descenso. En 1993, primera comparecencia de Aznar, ambos partidos sumaron el 73,6% de votos, el mismo resultado que en las últimas elecciones generales de 2011 (73,4%). Pero en las elecciones intermedias han superado esos porcentajes, llegando en 2008 al 83,8%. En cuanto a participación, desciende entre los años extremos de la serie (76,4% en 1993 y 68,9% en 2011), pero con altibajos en años intermedios que tampoco reflejan una pauta uniforme.

Sin embargo hay motivos para augurar que esa situación relativamente atípica ha caducado. Tras la tormenta de las elecciones europeas, todo el mundo apuesta por el retroceso del voto conjunto PP-PSOE en próximas citas electorales.

Debo aclarar que este análisis prescinde de incontables matices y en absoluto pretende ser concluyente. En términos rigurosamente científicos necesitaría acotar conceptos y variables con más rigor, y apoyarse en un abundante aparato de datos empíricos que aquí sólo se ofrecen a título de muestra. Incluso no sería difícil rastrear otros datos que pueden poner en cuestión aspectos relevantes. Por ejemplo la tesis de la contracción en Europa de las clases medias, que por otra parte afirman economistas y sociólogos de indiscutible autoridad, se compadece mal con las estadísticas en cuanto a distribución de población según niveles de renta. En la mayoría de países europeos no se registran en los últimos años de crisis variaciones significativas de composición. Es cierto que se tiende hacia una creciente desigualdad, especialmente notable en países como España. Pero esa mayor desigualdad se produce entre los segmentos extremos, los más ricos y los más pobres, manteniéndose constante el volumen relativo de población en todas las categorías. Hay analistas, sin embargo, que sostienen que estos datos ocultan el impacto de unas políticas fiscales cada vez más regresivas y menos redistributivas, que favorecen en toda Europa a las rentas de capital y castigan cada vez más a las del trabajo, especialmente en los niveles salariales intermedios.

En todo caso no creo que nadie pueda poner en duda que los comportamientos electorales son en gran medida la expresión de la propia posición social y de cómo se percibe dicha posición. No sólo influyen los intereses inmediatos y la identidad de clase, sino las expectativas de cambio que se adivinan a largo plazo y el grado en que tales cambios pueden afectar a la posición social de generaciones futuras. Hoy son cada vez menos las personas que se sienten de clase media. Y cada vez más las que auguran un negro porvenir para sus hijos. Aquí, como en toda Europa, llevamos décadas centrifugando a cada vez más gente hacia unas condiciones de existencia cada vez más inciertas y precarias, en un proceso de re-polarización social, acelerado desde que estalló esta última crisis, en el que se advierten paralelismos inquietantes con aquella sociedad crispada que fue la Europa de entreguerras.

En términos electorales, este fenómeno sólo puede traducirse en una pérdida sostenida de apoyos por parte de aquellos partidos que han hecho del centro del espectro político la clave de su éxito. Especialmente si muestran, como les ocurre sobre todo a los partidos socialdemócratas europeos, una incapacidad tan notoria para percibir este proceso, o tan escasa voluntad para revertirlo.

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