La camioneta

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

Hubo un tiempo en el que todo el mundo trabajaba. En esa época todos ansiábamos poseer cada vez más cosas, así que alargábamos interminablemente nuestra jornada laboral para disponer del dinero suficiente para adquirir esos bienes. Finalmente, terminábamos tan cansados que conducir o desplazarse hasta nuestros domicilios se hacía una pesada tarea más. Eran muchos los que acababan durmiéndose conduciendo en el trayecto a casa. Los accidentes de tráfico aumentaron espectacularmente.

Afortunadamente los dirigentes acabaron dando solución a este grave problema. Crearon por ley un servicio de transporte que trasladaba gratuitamente a los trabajadores de forma individual tanto a sus domicilios como a sus centros de trabajo. Era un verdadero ejército compuesto por una flamante flota de lujosos vehículos oscuros de cristales tintados. A cambio los trabajadores tuvimos que entregar nuestros vehículos al gobierno, que los hizo desaparecer para siempre. Después las cosas cambiaron, ya no recordábamos muy bien por qué. El trabajo empezó a escasear y por cuestiones de economía fue necesario realizar los traslados de forma colectiva. Inicialmente en los mismos lujosos vehículos oscuros. Al tiempo empezaron a escasear los alimentos y fue necesario ocupar mucha mano de obra en los campos. Por cuestiones de practicidad y robustez los suntuosos vehículos se cambiaron por unas rústicas camionetas abiertas.

El trabajo en el campo era agotador, de sol a sol. Se llegaba tan extenuado a las camionetas que apenas quedaban fuerzas para hablar. Y así fue como progresivamente fuimos perdiendo la capacidad para comunicarnos.

Oficialmente existía un salario pero de este había que deducir el precio del transporte, así como la comida y el canon por residencia en la ciudad. Así que realmente no percibíamos sueldo alguno. Con comer y vivir en la ciudad nos contentábamos.

Trabajar era duro pero más duro era todavía no hacerlo. Aquellos que no tenían trabajo vivían en chabolas cerca de las explotaciones agrícolas, subsistiendo de la fruta y verdura podrida que desechaban estas. Realmente los trabajadores éramos unos afortunados.

Una gélida mañana el conductor de la camioneta que nos trasladaba desde la ciudad al trabajo detuvo bruscamente el rústico vehículo. Le observamos extrañados a través de la sucia mampara que nos separaba. No se movía. Ninguno de nosotros se atrevía a moverse tampoco. El frío se intensificó y se unió a él una débil lluvia que calaba nuestros huesos. Estábamos ateridos. Empezamos a mirarnos de reojo sin apartar la vista de la cabeza inmóvil del conductor. No sé cual de nosotros fue, pero sí recuerdo las palabras que pronunció: “¡está muerto!” Nos miramos fijamente a los ojos los unos a los otros esperando que alguno tomara una determinación. La lluvia arreciaba y temblábamos de frío. De pronto el más joven de nosotros saltó de la camioneta y se dirigió hacia el conductor.

Golpeo prudentemente con los nudillos su ventanilla pero no obtuvo respuesta. Incrementó progresivamente la violencia de los golpes con idéntico resultado. Finalmente abrió la puerta y zarandeó al chófer pero este siguió inerte. El joven trabajador nos miró indeciso, buscando una respuesta en nosotros. Asentimos y pulsó el botón de ayuda que estaba instalado en el salpicadero de todas las camionetas. Cerró la puerta y  subió nuevamente a la zona de carga del vehículo. En poco tiempo la central enviaría un nuevo conductor. Dormiríamos calientes en la ciudad. Nos habíamos acostumbrado a dejarnos conducir.

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