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José Miguel García, comunicador audiovisual

Estos días solemos hablar de política, de economía, de lo mal que está todo, de que hace falta un cambio y de que a ver quién es el guapo que arregla todo esto. De lo que no habla tanto la gente es de otras cosas. Me explico. Yo, a pesar de mis escasos ingresos, me suelo dar el lujo de desayunar en una cafetería cercana a mi piso, y allí me pongo a observar a los clientes. Lo primero que percibo es un cierto ambiente de "cada uno va a la suyo". A mí, la verdad, me resulta un tanto frío y hostil vivir en un entorno así, solo que si no te paras de verdad a reflexionarlo no te das cuenta, simplemente vives como los demás mecido por la marea de la indiferencia. Nadie sonríe si no es indispensable, nadie busca los ojos de nadie, nadie dice nada si no es socialmente aceptable.

En la cafetería también confirmé el modo en que los clientes suelen hablar a los camareros. "Nena, la cuenta...", "Muchacha, el café se te ha olvidado..." A pesar de que vivamos en Andalucía, y aquí a veces prescindamos de ciertos formalismos y nos los saltemos con gracia, creo que esa actitud demuestra una falta de respeto hacia la persona que tiene uno de los trabajos más dignos que existen: servir a los demás. Me resulta muy curioso ver a las mismas personas que se rasgan las vestiduras en Semana Santa por tal imagen o tal hermandad, olvidar la importancia del camarero, y lo más importante, que el hecho de que uno esté pagando lo que consume no es sinónimo de relajación de las maneras, ni de servidumbre por parte del trabajador.

Luego – sí, soy un cotilla, lo sé – si uno se pone a escuchar las conversaciones de los clientes observará un rasgo común: la queja violenta. Y la llamo así porque no suele ser una queja desde la posición de víctima, sino más bien una descarga de agresividad contenida, un acto que no puede dejar de señalar su verdadera naturaleza: esos clientes no están contentos con su vida, con su trabajo, con su entorno, pero no lo saben, o lo saben y no pueden hacer nada; entonces la queja se convierte casi en golpe verbal, en una descarga sobre el saco de boxeo del otro.

Yo no sé ustedes, queridos lectores, pero esta es la cafetería que yo vivo los días que desayuno fuera, ese es el ambiente que yo respiro, y que me lleva a tratar de bromear con algún cliente, o con los camareros, preguntarles por sus vidas, a querer unirme a alguna conversación que no sea violenta. Esa es la cafetería que me duele en todo el corazón, con ese ambiente indiferente tan viciado, que casi ahoga, que invita a pensar en otros lugares, que me transporta a Latinoamérica – al menos la que yo imagino – o algún lugar donde el trato entre las personas siga estando por encima de otras cosas.

Y hablando de Latinoamérica, me hace mucha gracia cuando algunos señores políticos quieren asustar a la población española afirmando que si ciertos partidos políticos de izquierda llegasen al poder, esto sería como Cuba, o como Venezuela o Ecuador o qué se yo. A esos políticos y a las personas que se dejan convencer por tales argumentos les pediría un poco de humildad. No sé por qué cojones de báremos nos creemos que España está por encima de esos países, que tenemos una especie de estatus que perderíamos al compararnos con ellos y por encima de todo, que para opinar sobre otros lugares y culturas hay que tener la decencia de vivir en ellas una temporada.

En resumen, la economía mundial está muy mal, y poco podemos hacer con eso, la política también y, a corto plazo, tampoco parece que haya soluciones mágicas. Lo que sí podemos es construir otra actitud en casa, en la cafetería, en el barrio. Yo, y creo que más gente, lo agradeceríamos.

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