Justicia con caña

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

En un recodo de un río de oscuras aguas agita su caña un pescador. Está sentado en una vieja silla y el agua apenas le llega a los tobillos. El río está lleno de vida. Hay tantos peces que desearía tener una red pero solo dispone de una caña de pescar. Con su delicado látigo atiza sordamente el aire hasta dejar caer el señuelo sobre una pequeña poza cercana. El copioso río apenas acusa el golpe. La corriente incansable de agua arrastra la invisible línea. Una y otra vez el pescador recoge la plomada y vuelve a lanzarla. Invariablemente esta cae en el mismo lugar. Tras una de sus lanzadas el falso cebo se hunde. ¡Picada! El pez tira del señuelo queriendo hacerlo suyo.

El animal se bate furiosamente contra la falaz arma aunque tiene pocas opciones de escapar. Es el instinto, todo animal ama la libertad. Las ondas en la superficie que genera la desigual lucha su disuelven rápidamente en el caudal. El curtido pescador recoge el sedal con paciencia y seguridad. Finalmente, apresa el pez con el salar. Ya es suyo. Dentro se debate angustiado una animal de escaso tamaño con un hiriente anzuelo metálico en la boca. Lo toma firmemente entre sus manos. Ni la viscosa y resbaladiza piel ni sus inocentes movimientos pueden hacer nada por liberarle. Siguiendo una ancestral costumbre, el hombre saca el animal de su primigenio medio y desde la altura lo mira fijamente a los ojos.

¡Ya está bien!, es la cuarta vez en dos semanas que me capturas. ¿Qué pasa que no hay más peces? ¿Por qué no te vas a pescar a otra parte del río? ¡Ah, claro, es más fácil cogerme a mí, en la orillita, sin apenas mojarte! Oye, yo solo me limito a intentar sobrevivir en este torrencial río, a ver si lo entiendes de una vez.

El pescador mira anonadado al animal cuyo discurso lo deja sin palabras. En toda su larga carrera como juez jamás había oído a nadie pronunciar un alegato tan certero. Reflexiona un momento. Quita el lacerante hierro de la boca del animal. No va a curar su herida pero si puede concederle la libertad. Ese es su veredicto. Observa avergonzado como el animal huye receloso. El veterano juez levanta su mirada hacia el cielo. Piensa por un momento. Resopla y se mete río adentro hasta que el agua llega a su cintura. Desde entonces su señoría ha decidido mojarse y se dedica a la pesca de peces gordos, ¡eso sí que tiene mérito!

 

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