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Sentada en la cama, termino de ponerme los zapatos a toda prisa. Faltan diez minutos para que den las cinco. Mierda, mierda, llego tarde. ¿Seguirá ahí fuera viendo la tele? Tengo que irme ya a la librería en la que trabajo unas pocas horas al día en julio y agosto pero no me atrevo a salir. Él permanece ahí, sentado en el sofá, y completamente callado desde ayer, cuando le comenté que no veía justo que yo tuviera que aportar el mismo dinero que él en los gastos de la casa. Llevamos dos años viviendo juntos y estoy muy cansada de tanto esfuerzo. Él tiene un trabajo fijo que le permite ahorrar y yo me apaño con lo poco que va saliendo. ¿Cómo pretende que viva si tengo que dar lo que gano a la economía común y él no comparte nada?

Ayer no hubo margen a la discusión, al debate, hace tiempo que no lo hay. ¿O quizá nunca lo hubo? Me espetó que estoy equivocada, que soy una miserable y una aprovechada. Yo no lo veo así. Pero no quiere hablar. Después de calificarme de esa manera, cerró el pico, cenó lo que había en el plato y se encerró en el cuarto, como hace con frecuencia cuando se cabrea. Intenté acercarme varias veces para entablar diálogo, pero nada. Una mirada indiferente, vacía, por encima del ordenador y poco más. Estás loca, eres una histérica y cállate de una vez fueron las únicas palabras que salieron de su boca cuando le insistí en la importancia de tratar el asunto. No, no se puede discrepar. No hay opción, directamente. Al final haremos lo que te dé la gana, como siempre, niñata caprichosa, concluyó antes de apagar la luz de la mesita de noche. Nada más lejos de la realidad. Ni beso, ni buenas noches.

Como eso todo, o casi todo. Si quiero ir a pasar el día con mi familia, él no viene. No le apetece, dice. Y si no le apetece, no lo tiene que hacer. No pretenderás que te acompañe a regañadientes, tengo cosas mejores en las que entretenerme. Déjame aquí con mis asuntos. Asuntos privados, de los que no sé nada y sobre los que no puedo preguntar porque resulto ser una cotilla y una celosa. Sin embargo a él no le agrada en absoluto que quede con mis amigos, los de siempre, los de toda la vida, ésos que me dicen que estoy perdiendo la sonrisa, la alegría de vivir. Ya te vas por ahí con tus amiguitos, a saber lo que haces o dejas de hacer. Y si me corto el pelo, malo. Y si cocino, es que su madre lo hace mejor. Y si me río mucho es que soy una descarada. Y sobre todo silencio. Amenazas cumplidas. A que me voy y no vuelvo en unos días. A que te dejo sola. Desconexión del móvil, ignorancia máxima y alma en vilo hasta que regresa y pido perdón. Solo así se calma la cosa.

Pero perdón por qué, joder, perdón por qué. Me sorprendo diciendo esto en alto. No puedo más. Me acabo de dar cuenta. Es que no puedo más. Esta situación es intolerable e innecesaria. No necesito su compañía, no la quiero, es más, me está sentando mal. Me siento ninguneada, ignorada, humillada. Me siento nadie a su lado. No, no puede ser. Tengo que irme. Ahora. Ya. Me levanto y, frente al espejo, me miro un instante. Ahí estoy. Me reconozco. Bah, ya vendré por mis cosas, me digo con una levísima sonrisa. Salgo del cuarto, paso por el salón y sin mirar atrás cojo las llaves de la mesa de la entrada. Hasta luego, entono en voz queda. Y cierro la puerta. Hasta siempre.

 

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