La calle Larga de Jerez, en un montaje de 'retrografía' de Lucía Craven-Bartle y Coll.
La calle Larga de Jerez, en un montaje de 'retrografía' de Lucía Craven-Bartle y Coll.

Este mes de septiembre cumplo un cuarto de siglo de relación seria y estable con Jerez. Eso significa que desde hace todo ese tiempo estoy empadronada, pago mis impuestos y trabajo en ella (todo lo que puedo, oiga).

Como en toda relación larga, las dos hemos cambiado, hemos cometido errores, que hemos enmendado con más o menos acierto, y hemos crecido o envejecido, quiero creer que como el buen vino, que para eso estamos donde estamos.

En estas dos décadas y media hemos visto convertirse la calle Larga en peatonal y ampliarse y renovarse las terrazas donde antes alternaban los molletes con los tubos de escape. A la par que se ampliaba el espacio para pasear los carritos de bebé de mi prole (que iba creciendo) he visto abrir y morir numerosos establecimientos en el centro, incluido un McDonald's, algo que parecía imposible en cualquier parte del mundo excepto en nuestro Jerez.

He visto aterrizar, estacionar durante largo tiempo y después desaparecer un horrendo ovni frente al Mercado de Abastos, como en una pesadilla de peli de ciencia ficción, que siempre me recordó a La guerra de los mundos. He contemplado como se horadaba para dar espacio subterráneo a los coches; cómo caían muros que separaban barriadas, se elevaban vías, se  saneaban espacios y se construía un campus en el que he tenido ocasión de ser alumna por dos veces, pero donde me sigue faltando un espacio académico para la agricultura y la enología.

Precisamente una de las pérdidas que se ha producido en este tiempo es la del aroma inconfundible del vino que impregnaba algunas calles; y que me cuentan que antes de mi llegada era mucho más acusado. Los cascos de bodega que había en el centro, algunos de los cuales conocí en producción, lucen hoy con un interior bien distinto, reconvertidos para la hostelería, en espacios culturales y hasta supermercados.

Jerez, que ya estaba unida a la cultura vitivinícola hace más de dos mil años, mucho antes de llamarse Jerez, aún no tiene un macroespacio museístico-educativo-cultural-empresarial-divulgativo que aúne todos los saberes, y que sirva de catalizador multidisciplinar. Y así, mientras algunos grandes inmuebles languidecen a la vista de todos, como las inmensas Croft, algunas bodegas se esfuerzan de manera individual por mostrar el vino como el producto de toda una cultura, más aún en estos días de Fiestas de la Vendimia. Una antigua fiesta, recuperada también.

En estos más de veinte años, en los que las rotondas se han ido apoderando de la circulación viaria, bajo la atenta supervisión de caballos de colores, caballos de troya, motoristas de piedra o gigantes sin cabeza –hay quien dice que se trata de un minotauro-, aún no se ha conseguido que Lola Flores tenga su museo –apenas una pequeña estatua- menos aún el Flamenco, cuyas obras, según las últimas noticias, debían haber comenzado el mes pasado.

Macroproyectos con pies de barro, como el del Speed Festival, cuya enorme valla amarilleaba ya cuando pisé las calles jerezanas por primera vez, la fábrica de chocolate, que debió ser el del loro, el innombrable Euroamerican, o los todoterrenos de Zahav, que nunca llegaron.

En todo este periplo muchas cosas han cambiado para Jerez y también para mí. Se mantiene intacta, sin embargo, esa esencia que me hizo enamorarme y que sobrevive y se crece frente a adversidades, engaños y tontería. ¡Por otros 25 juntas!

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