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Envuelta en una preciosa melfa, mira a la cámara con una naturalidad casi descarada. No está acostumbrada a que la enfoquen ni sabe cuál es su mejor perfil. Tampoco se preocupa de aquella arruga o este michelín. Jaila, mujer, refugiada y saharaui, vive en pleno desierto y no sufre por no salir favorecida en una red social. No sabe utilizarla. No tiene ordenador, ni internet, ni móvil con conexión wifi. Jaila tiene una pequeña tele que se carga con una placa solar y que solo da para un par de horas de emisión diaria que comparte con sus hermanas a la sombra de una jaima. En la pantalla observa sorprendida esas figuras escuálidas de los anuncios y los programas, bellezas sometidas a los patrones de un mercado que escupe delgadez y culto al cuerpo.

Y Jaila, que la mayoría de los días come solo una vez, no comprende nada. En su mundo de arena y necesidad, la delgadez no es un valor. Más bien al contrario, simboliza pobreza. Es pobreza. Y la pobreza es sufrimiento, es hambre, es dolor, es miseria. Los cuerpos que Jaila ve al otro lado de la pantalla le resultan desagradables porque se reconoce en ellos. Clavícula y hombros señalados, un pecho escaso y piernas como ramas quebradas de un árbol. Si solo puede alimentarse con un puñado de cuscús, es obvio que su dieta está muy por debajo de las 1.000 calorías diarias (en términos de Primer Mundo, para que así lo entendamos todos), una cantidad nada recomendable.

La joven Jaila, que apenas ha cumplido los 20 años, es una más de los 40.000 habitantes del campo de refugiados de Dajla, en pleno Sahara, a cinco horas en jeep de cualquier civilización o progreso. Y su alimentación y su peso no dependen de un nutricionista, dependen de la caridad ajena. Los meses malos, que son muchos, su peso apenas alcanza los estándares de salud mínimos. Los meses buenos, ésos en los que se producen las visitas de las ongs internacionales y las familias de los niños de acogida, su salud mejora. Puede comprar ‘artículos de lujo’ en el precario mercado del campo de refugiados donde convive carne en dudoso estado y algo de fruta y verdura. Curiosamente, en alguna tienda venden también productos para aparentar más peso.

Al otro lado del Estrecho, en una playa de arena tan fina como la del campamento de Dajla, una mujer, también joven, también muy delgada, come una manzana sentada sobre una toalla mientras juguetea con el móvil. Mira sus fotos de Instagram y se juzga manifiestamente gorda. Le sobra de aquí y de allá, opina indignada. Tiene que controlarse, darse más caña en el gimnasio, reflexiona. Y se siente culpable por haberse comido un sándwich integral con pavo. Y la manzana, claro. Y la manzana. Menos mal que el refresco era light.

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