Ir a la playa es viajar en el tiempo

Y uno sale de allí reventado, pese a todo. Pero renovado también. Como si ese rato de purificación del alma tuviese una necesaria contraparte, ese cansancio que te lleva corriendo a la cama y te hace dormir como un bebé

Una persona haciendo paddle surf en la playa.
18 de agosto de 2025 a las 09:28h

"La máquina del tiempo es la música", decía Rodrigo Olay en un poema de su libro Vieja escuela. Estoy muy de acuerdo, aunque añadiría que no es la única. Cuando voy a ver la Semana Santa, por ejemplo, siento que doy un salto atrás en el tiempo. Quitando algún smartphone que emerge de entre la marabunta cuando el paso se aproxima, la Semana Santa se vive igual que cuando yo era pequeño. Y me pasa lo mismo con la playa. Oh, la playa. El spa de la clase trabajadora. Estuve el otro día en Mazagón y me di cuenta. Se lo susurré a la playa: "Tú no cambias nunca". Y es que allí estaba todo lo que recuerdo de mi infancia, lo de siempre, intacto. Me pareció que volvía a un mundo sin Inteligencia Artificial, redes sociales, polarización extrema, y con un capitalismo más familiar, un capitalismo empeñado en juntarnos, más que en dividirnos. Un capitalismo —valga el oxímoron— más humano. Allí estaba el progre, el facha, el viejo, el joven... Todos unidos en busca de lo mismo: rascar un cachito de felicidad.

Hemos vivido una época de body positive, de reivindicar los cuerpos no normativos, aquellos que no salen en las revistas de moda. Pero el body positive se inventó en la playa. La playa es un festival de lorzas y bellezas. Y a nadie le importa nada. Aquí no venimos, aunque muchos sí lo hagan, a lucir palmito. Venimos a eso, al encuentro con esa tipa esquiva que tanto se resiste en ese horno llamado ciudad y el resto del año.

La playa es completamente democrática. Todos, como en la poesía de Luis Alberto de Cuenca, cabemos en ella. Hasta el presidente del gobierno va. Podría refugiarse en algún hotel carísimo o en alguna cala privada y remota, que poco o nada tiene de playa. Pero no: ahí está el tío, como todo hijo de vecino; con sus gafas de sol, su librito, la grasilla localizada amontonándose en la toalla, la neverita azul, la sombrilla semiraída... Digo: "Es uno de los nuestros". Y hasta ganas de votarle me dan. Luego se me pasa.

La playa es además anticapitalista. Llegas allí, plantas tu sombrilla, dejas tu neverita bien pegada a ella (para que haga contrapeso si Eolo está sandunguero), abres tu silla, te quitas la camiseta, te echas crema y te sientas. A partir de ahí se abre un vacío en la existencia de uno, un abismo de nada por delante. Entonces te preguntas: "¿Qué coño hago yo ahora con mi vida? Tanta obsesión con ir a la playa, ir a la playa, pero... ¿y ahora qué?".

Y es evidente: sumergirse en esa nada y nadar. Y nadar y nadar y no pensar en nada. Lo de producir, aprovechar el tiempo… eso aquí no va. Así que en la playa te reformateas y aprendes a vivir de nuevo. Poco a poco vas acostumbrándote, encadenando gestos que no haces o no tienes tiempo de hacer el resto del año: oteas el horizonte, coges un libro, lees un rato, levantas la cabeza y observas, parapetado en tus gafas de sol con olor a crema —capa de invisibilidad ante cualquier posible mirada reprobatoria—, un culete fugitivo en tanga, cotilleas la discusión de la pareja de al lado, das un buche a una lata de cerveza, abres la bolsa de patatas, masticas alguna junto algún que otro grano de arena, y vuelves a leer un poco. Ay, cuánto le deben las librerías a las playas… ¡

Y uno sale de allí reventado, pese a todo. Pero renovado también. Como si ese rato de purificación del alma tuviese una necesaria contraparte, ese cansancio que te lleva corriendo a la cama y te hace dormir como un bebé.

La playa es un reflejo evidente de lo que es la vida. Y por suerte todos seguimos yendo. Todavía no se han normalizado las playas privadas, por lo que, como antaño, el cine — o como todavía la Semana Santa—, es uno de los pocos rituales que nos quedan. Un ritual donde todos nos sentamos a la bartola para saborear la quietud, sin importar clase, color, sexo, cuerpo... Un lugar donde podemos tocar la vida, una vez más, como la recordábamos.