Stan Lee, en una imagen de archiv. FOTO: GTRES.
Stan Lee, en una imagen de archiv. FOTO: GTRES.

Cuando él la conoció a ella, los dos habían cumplido ya los ochenta. Él acababa de quedarse sin nada, acababa de perder al amor de su vida. Ella estaba llena de vitalidad y tenía en su imaginación al mejor aliado posible. Él era serio y responsable. Ella era como una tormenta de colores, un soplo de aire fresco cuando no queda casi tiempo, cuando el pasado lo inunda todo, cuando el futuro escasea pero es valioso porque aún existe el hoy. El destino cruzó sus vidas en un pequeño edificio de apartamentos. Y se dieron cuenta de que los unían tantas cosas que solo los había estado separando la geografía. Si hubiesen nacido más cerca, si sus caminos se hubiesen cruzado antes, sus espíritus habrían acabado atrayéndose como la aguja al imán. Esta —a lo mejor la recuerdan— es la vida de Elsa y de Fred, los geniales protagonistas de una historia de amor cinematográfica a caballo entre Madrid y Buenos Aires allá por el 2005.

Ida nació en Montevideo. Es uruguaya y poeta. Me atrevería a decir que esas dos son sus únicas banderas, su patria y su obra. Pasó por el exilio mexicano y francés y vivió en tantos sitios que su memoria se hizo rica y sus miras muy amplias. Trató con Juan Ramón y con Octavio Paz, e hizo de la poesía esencialista su modo de vida, su manera de ser. Si las palabras son nómadas y los malos poemas las vuelven sedentarias —como escribió en una ocasión—, está claro que las suyas han viajado casi tanto como ella misma. Sus ojos profundos y oscuros, ligeramente enterrados en su apergaminado rostro, nos trasladan a otro tiempo. A un tiempo de juventud que hace mucho que quedó atrás. Esa juventud la reserva para sus versos, vitales y sinceros. Ida dijo hace un par de años que los poetas actuales ya no hablan de Hércules, porque ahora hablan de Batman.

Stan conocía bien a los tipos como Batman. Los entendía porque él los había inventado. O puede que precisamente por eso nunca llegara a entenderlos del todo. Stan nació en el corazón de Manhattan, en el mismísimo Nueva York, en aquel lugar por el que pasa todo y por el que todos quieren pasar. Él vino al mundo en la tierra de los sueños, y dibujó los sueños que permitieron nacer a Spiderman, a Hulk y a Thor. Superhombres, semidioses que muy poco tenían que envidiar al Hércules en el que se inspiraban los poetas que enseñaron a escribir a Ida. Stan era un cachondo. Se tomó la vida tan en serio que la vivió como si fuera una broma, una historieta de esas que no puedes dejar de leer una y otra y otra vez. Tengo la impresión de que hasta las gafas de Stan sonreían.

Estos días he imaginado a Elsa y a Fred con otros rostros. No he visto a la dulce China Zorrilla ni al entrañable Manuel Alexandre. He pensado en ellos de otro modo. ¿Y si Elsa fuera Ida? ¿Y si Fred fuera Stan? Ellos tenían demasiado en común para no coincidir en este mundo. Puede que nunca lo hicieran pero desde luego el destino los perseguía para juntarlos de alguna manera. Jugaba con ellos sin acercarlos pero meciéndolos entre la tinta y el alma. Stan Lee acaba de morir. Tenía 95 años. Ha dejado huérfanas demasiadas páginas y a demasiados héroes. Ida Vitale acaba de ganar el Cervantes. Tiene 95 años. Ida sigue por aquí. Stan no se ha marchado por completo. Al fin y al cabo en Marvel, como en el Olimpo, nunca nadie muere del todo. 

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