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El Carnaval habló del hambre, de los sucesos, de la miseria y de las modas.

Una parte de la historia se esconde en los archivos y libros de historia. La otra, en libretos y coplas de Carnaval. Así se escribe la vida de Cádiz, la de su último siglo al menos. Santiago Moreno y Francis Sevilla Pecci lo explican perfectamente en su ruta de posguerra, donde combinan palabras y coplas. Y yo entendí, por fin, por qué cada etapa de mis recuerdos tienen el sonido de un cuplé.

Cuando se despoje el derrotismo, la ciudad comprenderá que no se trata de chovinismo, sino de arte, así, a secas. Un arte compuesto de versos y gargantas, de talento y mucho trabajo durante los meses de Otoño. Cuando desaparezcan los perjuicios, los paisanos descubrirán que la cultura popular no es menos cultura que otra, que puede mirar de frente y a los ojos a cualquiera, porque abarca tanto que sirve para la esquina de un callejón o el escenario del Liceu de Barcelona. Tan canalla que no desentona en ninguno de los contextos. Tan antigua que se adapta y tan nueva que sorprende.

Por eso, a mi madre le brillaban los ojos la pasada noche cuando encontró en un baúl de su memoria las letras de Paco Alba, unas letras que creía ya olvidadas, pero que simplemente descansaban en un pequeño rincón. Y mi padre, que canturreaba a su lado mientras de fondo sonaba la guitarra, asociaba cada uno de los cantes a los recuerdos: la explosión, el estraperlo, las enfermedades y la forma de buscar comida. Narraban la nostalgia, los años y el paso del tiempo. Las décadas y los siglos habían borrado detalles, nombres y rostros, pero seguían intactos los pasodobles que de niños aprendieron mientras escuchaban —muy atentos— en un patio de vecinos de la Viña.

El Carnaval habló del hambre, de los sucesos, de la miseria y de las modas. Intentó esquivar la censura y también se golpeó contra ella y los esbirros del fascismo. A día de hoy, continúa igual, a pesar de la lógica evolución. Recompone en retales la sociedad hasta formarla. Tiñe de humor la miseria, crea sátira de las penurias. Así, mientras interpretas u oyes una letrilla que poco tiene de alegría, la mente se traslada a una playa, al sabor del vino, a la última madrugada con los amigos. Allí donde te acompañó lo que un día escribieron para asaltar las conciencias o simplemente armar un piropo. 

—No sabías hablar y ya pedía Los combois da pejeta, me recuerda mi familia, que llenaba los viajes en coche de cintas compradas en el Melli o en la Cabalgata de febrero. La ciudad no se entiende sin el Carnaval, ni sus plazas sin los nombres de quienes el veneno les ató hasta la vejez, y consagraron su obra a los paisanos. Yo no pido que un museo muestre la esencia, porque sería imposible, pero que explique y proteja el significado de algo que va más allá de un concurso y una borrachera en la calle.

Porque Cádiz se ha convertido en la copla que mis padres le cantaron a su nieto para explicarle la infancia que tuvieron. Y no existe mayor patrimonio.

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