Imagen de archivo de Fernández Díaz.
Imagen de archivo de Fernández Díaz.

En el momento en que escribo estas líneas las portadas de los digitales empiezan a llenarse con la condena de Undargarín y su socio Diego Torres y la absolución, eso sí con multa, de la Infanta Cristina. Opiniones para todos los gustos, desde quienes ven la botella de la decisión judicial medio llena hasta quienes la ven medio vacía, pero esto es España y aquí las unanimidades quedan para los cementerios. Lo cierto y verdad es que nos guste más o nos guste menos el fallo judicial la justicia como la muerte iguala a todos que ya lo cantaba Jorge Manrique hace milenio y medio.

Pero no era de este acontecimiento sobrevenido de lo que pensaba hablarles hoy. Hace ya algún tiempo que siento atracción casi fatal por la historia de un pendrive perdido y hallado en el templo, en este caso en el cajón de un comisario, y que se está convirtiendo en el elemento mágico capaz de hacer aflorar las luchas intestinas de quienes ostentaron las máximas responsabilidades policiales durante el mandato del anterior ministro de Interior, el señor Fernández Díaz.

El ministro pasará a la historia sin lugar a dudas por su inmensa capacidad para hacer tantas cosas mal en tan poco tiempo. Cegado por un equivocado impulso patrio, que provocaría la envidia del propio Donald Trump, se afanó día y noche en la creación de una policía patriótica con la que protegernos a su manera de sus adversarios políticos. No había territorio que se le resistiera del uno al otro confín del solar patrio, no existía enemigo pequeño al que no se pudiera espiar con tal de salvaguardar los intereses del partido que le había designado para tan alto cometido.

Pero pronto, sus adversarios políticos comprendimos que lo que en su mente era una policía patriótica no era sino una policía política con el único objetivo de perseguir al adversario aún a riesgo de que los procedimientos empleados carecieran de los más elementales requisitos de legalidad como bien queda acreditado con el caso del pendrive que de la noche a la mañana aparece en un cajón olvidado para convertirse en un instrumento del ajuste de cuentas entre esa cúpula policial de la que el ministro se sirvió sin darse cuenta de que él mismo iba a ser la víctima principal.

Asistimos a un espectáculo lamentable con policías que han espiado a otros policías, policías que espían a otros cuerpos de la Seguridad Nacional y gente, no se sabe quienes, que han espiado al propio ministro en su propio despacho. Se preocupa ahora el actual ministro, después de que se lo hayamos explicado por activa y por pasiva en el Congreso y en el Senado, por la cadena de custodia del pendrive, que con ser una cuestión importante no es ni mucho menos la esencial, porque lo que tiene que preocupar al señor Zoido es el origen del pendrive, cómo se obtuvieron las informaciones guardadas en él, si se respetaron los más elementales principios de legalidad para obtenerlas, eso sí que es lo esencial.

Quien sí lo ha entendido así ha sido el magistrado de la Audiencia Nacional, el señor De la Mata, quien ante la duda de la legalidad del famoso pendrive ha abierto una pieza separada para evitar que la presunta ilegalidad de ese lápiz de memoria pudiera contaminar la causa abierta contra la familia Pujol y se pudiera alegar con ello para solicitar la nulidad de uno de los casos más escandalosos de corrupción política en nuestro país. La historia del pendrive no ha hecho sino empezar y ya ronda por las redacciones el fantasma del disco duro externo que podría haber sido destruido, de los informes que el ministro pide y no aparecen, país de locos que diría Forges, y todo por la historia de un pendrive.

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