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Me sigo estremeciendo al releer la noticia del niño fallecido por Difteria por obra y gracia de unos padres irresponsables que, ahora sí, han decidido vacunar a la hija que les queda viva.

Y no es cuestión de poner paños calientes a un asunto en el que las víctimas son infantes inocentes que no eligieron morir: todo se debió al capricho y la decisión de unos adultos, supuestamente cabales.

Es un mal de nuestra sociedad. Somos gente frustrada… quisimos llegar a ser algo que no pudimos, ganar un dinero que ya ni soñamos y tener un estatus social que solo habita en el más profundo de nuestros anhelos inconfesables.

Y ahora que ya nos damos por vencidos  y que nos conformamos con sueldos de mierda (quien lo tenga), con una vivienda decentita (nada de chalés de lujos, o unifamiliares adosados en urbanizaciones punteras) y un Seat Ibiza o un Renault Clío (en vez del Volvo, el Mercedes o el BMW)… decidimos centrar nuestras esperanzas de vida mejor en nuestros hijos.

O sea. Lo que no hemos tenido narices de conseguir por nuestros medios… que lo consigan nuestros vástagos.

Así los campos de fútbol de infantiles y cadetes de todo barrio, llenan sus gradas de belicosos padres que se toman el deporte como su última oportunidad. Todos los jugadores son “cristianos ronaldos” y “messis” en potencia, y se gana SÍ O SÍ por encima de normas, de rivales, de la deportividad, del árbitro y del resto de padres (que por otra parte, piensan igual).

Decidimos dónde deben estudiar, qué religión deben profesar, con qué amigos deben juntarse  y a quién evitar… todo forma parte de un proyecto meticulosamente diseñado y barnizado con un “yo quiero lo mejor para mi hijo” que la mayoría de veces en realidad oculta la verdadera realidad: yo quiero para mi hijo lo que quise y no pude tener.

A veces incluso se cruza la línea de la temeridad y decidimos si debe o no debe vacunarse o si es conveniente o no hacerle caso al médico y tomarse la medicación pautada. Nos creemos Dios.

Y olvidamos que a veces está bien sentarse con ellos, charlar y escucharlos… saber de sus gustos e inquietudes. Y darte cuenta de que en verdad a tu hijo no le gusta el fútbol… lo hace por complacerte (¡adiós a tu boleto directo a la vida multimillonaria!). A lo mejor le gusta la música y querría tocar la guitarra.

Si es así, hazte un favor: no pretendas ahora pensar que tu hijo será el nuevo Eric Clapton, o Jimy Hendrix. Simplemente relájate, pon una guitarra en sus manos, un profesor en su vida… y deja que disfrute de lo que le gusta por una vez en su vida. No seas egoísta… deja de pensar que el mundo gira en torno a ti.

Y desengáñate. Tu hijo seguramente no te sacará de pobre JAMÁS. Pero te puede dar unos momentos de felicidad intensos e inolvidables que tu narcisista vida no te está permitiendo disfrutar.

No la cagues. No seas uno más de esa triste estadística de personas que se llaman “padres”, cuando en realidad no son más que imbéciles con hijos.

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