"He visto tu anuncio": dos años con el número de teléfono de una prostituta

Durante un par de años, bloqueé a los hombres que la buscaban a cualquier hora. Pero una llamada reciente de un centro de salud preguntando por ella lo cambió todo

Una prostituta, en una imagen de archivo. FOTO: MOEMAJOD
17 de junio de 2025 a las 18:52h

En junio de 2023 decidí cambiar de número de teléfono. No hubo un motivo dramático: necesitaba pasar página de ciertas situaciones, dejar de recibir algunos mensajes indeseados, ganar una cierta limpieza digital. Un reinicio. Pero lo que no sabía entonces es que, al adoptar ese nuevo número, también heredaba una historia que no era la mía.

Desde los primeros días, empecé a recibir mensajes extraños por WhatsApp y Telegram. Frases ambiguas, emoticonos sin contexto, saludos a deshoras, preguntas vagas como "¿Estás libre esta noche?". Al principio pensé que era spam. Luego vinieron las llamadas. Algunas, a horas intempestivas: dos, tres, cinco de la mañana. A menudo de números ocultos o desconocidos. Fui bloqueando, marcando como no deseado, ignorando. Pero el patrón se repetía.

Con el tiempo, la sospecha se hizo certeza: el número había pertenecido a una mujer que se anunciaba en algún tipo de portal ofreciendo servicios sexuales. Una mujer que, para efectos de quienes llamaban, seguía siendo accesible, disponible, localizable a través de esa línea. Esa mujer se llamaba Estrella.

Nunca la conocí, claro. Nunca he visto su cara. No sé su historia. Pero me convertí, sin quererlo, en una especie de sombra de su pasado. La herencia digital de Estrella seguía viva en ese número, y con ella, la interminable fila de hombres que creían tener derecho a acceder a su tiempo, a su cuerpo, a su atención. Porque eso es lo que muchos de ellos creen cuando marcan un número que una vez se anunció con un precio.

Hace un par de semanas, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez era una llamada distinta. Me llamaban desde un centro de salud de Lebrija. Una voz amable, pero insistente, preguntó por Estrella. "¿Es usted su hermana? ¿Su madre, tal vez? Necesitamos hablar con ella con urgencia". Me preguntaron varias veces si podía ayudarles a localizarla. Me negué, por supuesto. La Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales, está para algo, y afortunadamente no me facilitaron su apellido ni información sensible. Pero me quedé con la inquietud. Esa mujer a la que no conozco, cuya vida me ha rozado de forma indirecta durante dos años, podía estar en riesgo. Y nadie sabía dónde encontrarla.

Esta mañana he amanecido con dos llamadas perdidas a las 5:27. Al despertar, a las ocho, devolví la llamada. Respondía un hombre. Al increparle por la hora intempestiva y exigirle que se identificara, me soltó la frase maldita, repetida tantas veces en estos dos años de confusión: "He visto tu anuncio".

Maldita sea.

No seré yo quien juzgue a qué se dedica Estrella. No soy juez, ni moralista, ni ingenua. Lo que me corresponde a mí es bloquear, pasar página, ignorar. Pero esto no va solo de llamadas molestas o de la incomodidad de un número mal reciclado. Esto va de algo mucho más profundo: de cómo funciona una estructura entera que permite que una mujer tenga que recurrir a ciertos medios para sobrevivir porque hay una demanda constante, impune, silenciosamente tolerada.

La explotación sexual no es una casualidad. Es una consecuencia. Una consecuencia del machismo estructural, de la pobreza, de la falta de oportunidades reales, de una sociedad que sigue midiendo el valor de las mujeres por su cuerpo y su utilidad para los deseos ajenos. En muchos casos, no se trata de decisiones libres, sino de resignaciones obligadas. Y cuando hay decisión, esta rara vez se toma en igualdad de condiciones.

Detrás de cada "anuncio" hay una mujer. A veces con nombre falso, a veces con un rostro retocado, casi siempre con una historia que no cabe en el espacio de un perfil. Y delante de ese anuncio, hay hombres. Muchos. Que llaman, que escriben, que preguntan sin pudor, que negocian tarifas como quien pide una pizza. Y que, como el de esta madrugada, ni siquiera se plantean que al otro lado pueda haber alguien que no sea lo que esperan. Porque han aprendido que pueden acceder a una mujer como quien abre una App. Que el deseo es un derecho. Que el cuerpo femenino es una mercancía pública.

La industria del sexo funciona porque hay una demanda brutal. Porque hay hombres que no solo buscan, sino que se sienten legitimados para buscar. Y porque la sociedad, con su doble moral, lo permite. Por un lado, se criminaliza a las mujeres que ejercen. Por otro, se oculta a los que pagan. El estigma es para ellas. El silencio, para ellos.

En estos dos años con el número de Estrella he comprendido, de una manera directa y extraña, cuán profunda es esa desigualdad. He sentido en mi propio teléfono la huella de esa mirada masculina que exige, que reclama, que accede. Una mirada que no pregunta si está bien, si quiere, si puede.

Solo llama. Y espera respuesta.

Y lo peor es que muchas veces la encuentra.

He pensado a menudo qué fue de ella. Dónde estará. Si logró salir de ese circuito o si sigue atrapada en él. Si cambió de ciudad, si decidió empezar de cero, si ahora tiene otro número que también le recuerda constantemente que hay hombres que creen tener derecho a llamarla a cualquier hora. No hay forma de saberlo.

Pero sí hay algo que puedo decir. Que quienes piensan que esto es solo una cuestión de "libertad individual" se equivocan. Que la prostitución, en la inmensa mayoría de los casos, no es una elección libre, sino una ausencia de opciones. Que mientras haya demanda, habrá oferta. Y que esa demanda está formada, en su mayor parte, por hombres que jamás se plantean las condiciones, las circunstancias, las consecuencias de sus actos.

También quiero decir que no es casual que sea una mujer la que reciba estas llamadas y no un hombre. Porque la lógica del cuerpo como producto sigue teniendo género. Y que el hecho de que los mensajes fueran ambiguos, a veces educados, no los hace menos violentos. La violencia no es solo lo que golpea. También es lo que irrumpe, lo que invade, lo que no pide permiso.

He heredado un número que no era mío. Pero también he heredado un eco. Un eco que habla de deseo, de poder, de mercado. Y sobre todo, de desigualdad. Con el número he constatado la certeza de que la explotación funciona sobre un sistema que nos hace invisibles. Un sistema perverso donde decenas de hombres pueden localizarte para su placer, pero quienes se preocupan por tu bienestar no pueden encontrarte. Por eso, y aunque sé que nunca me leerá, mi último pensamiento a través de esta línea no es un bloqueo, sino un ruego: Estrella, hazte visible donde de verdad importa.

Actualiza tus datos, porque te están buscando y, querida, con la salud no se juega.