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Los romanos eran explícitamente crueles. Incluso hacían de la crueldad disfrute y rentable sustento, como en el circo.

Los romanos eran explícitamente crueles. Incluso hacían de la crueldad disfrute y rentable sustento, como en el circo. Era costumbre, además, en la Antigua Roma depositar en el suelo a los bebés recién nacidos a la espera de la reacción del todopoderoso paterfamilias. Si el padre en cuestión, amo y señor de su domus, decidía recogerlo, lo aceptaba como suyo; si declinaba hacerlo, el niño quedaba ahí y cualquiera podía quedárselo o abandonarlo a su suerte. Los que pudieran malvivir a partir de ese desgraciado comienzo, habrían de labrarse un destino lo menos aciago posible. Debían proponérselo, no obstante, con el estigma a cuestas de su incierta cuna. De hecho, eran vilipendiados y apodados ex positus, es decir, puesto fuera o expuesto. Tertuliano escribió al respecto que era esto “ciertamente más cruel que matar... abandonar a los críos a la intemperie y al hambre de los perros”. De ese latinismo procede el apellido hispano Expósito, el cual —como quizás sepan— se ha colocado tradicionalmente a los huérfanos. Hasta los años veinte, sin ir más lejos, la jurisprudencia española establecía que los expedientes para cambiarse el apellido de Expósito por cualquier otro serían gratuitos. Eran muchos los que nombrados así padecían una mancha imborrable.

La costumbre de abandonar a los recién nacidos es común en muchas culturas. En Esparta, era hábito frecuente exponer a los más débiles en el Apotetas —que quiere decir lugar de abandono—, al pie del popular monte Taigeto, para deshacerse así de ellos. También tú, amigo, apareciste en la ladera de una montaña. Al menos, así de elevado debía parecerte el escalón que separa la acera del asfalto, con cuyo contorno te hacías uno a trompicones. Eras tan diminuto que fue posible confundirte con una mota de algodón, una leve pelusilla que se dejaba guiar azarosa por el viento. Tu caminar era errante. Tenías miedo y frío a partes iguales. Eras ya expósito, aunque no lo sabías. Aunque no lo sabíamos. Nos preguntamos sin cesar quién pudo abandonarte o si te habrías escapado… quizás eras el escurridizo banquete de algún animal que esa noche no podría ya saciarse. No debías tener más de tres días de vida, tus grandes ojos negros no habrían visto de seguro más de dos amaneceres. Sentimos el deseo de protegerte, de darte alimento y cobijo, de abrazarte aunque para ello te perdieras entre nuestras manos o incluso las mordieras. Era suficiente con mirarte a través del enrejado para que afloraran las sonrisas en el rostro que amo.

Tu cuerpecito de guisante motivó literalmente tu onomástica y te nombramos caballero aún muy lejos de la edad adulta. Tu señorío quedaba patente en el porte siempre impecable, en ese trajecito blanco de pelo siempre impoluto, de faz eternamente reluciente. No eras más que un ratón, un pequeño roedor que jamás pensamos tener, un expósito que el azar regaló a nuestras vidas. Compartimos más de un año con ese pequeño amigo. Nunca te buscamos y jamás habríamos querido decirte adiós. Estás aunque ya te has ido. Quizás a buscar posada, a alegrar otras domus, a cambiar tu apellido, a un lugar donde el atardecer te despierte y oigas paseos sin fin, donde crezcan las margaritas blancas —blancas como tú— y te mezan las ramas.

Jamás pensamos que tu minúscula presencia llenara tanto. Nunca sabremos si hubo un padre que te negara, si fuiste Expósito o adoptaste por apellido el nombre y por nombre el apellido… pero sí conocemos tu olor, tus diminutas extremidades, tus alforjas siempre llenas, tu ser noctámbulo, tu última mirada. Creo que tu nombre real debió ser Benjamín Expósito, ajustado fielmente a tu pequeñez y soledad. Así te llamaré también en mi recuerdo, como aquel genial personaje de la película argentina El secreto de sus ojos, ese humilde funcionario enamorado como a pocos hombres he visto de una mujer. El enigma de tu llegada está también —como el de él— por resolver, como lo estará por siempre el de una marcha prematura. Nunca te elegimos, pero nunca te dejaremos ir. Aún se oye girar la rueda.

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