Génesis de la misoginia

En la trasmisión de la mitología no había violadores ni abusadores, sólo dioses enamoradizos no correspondidos

25 de noviembre de 2025 a las 09:19h
La génesis de la misoginia.
La génesis de la misoginia.

Los dioses, desde que el mundo es mundo, han sido caprichosos y, por lo tanto, tiranos. Pero tenían tanto tiempo —toda la eternidad—, y tan pocas cosas que hacer, por no decir que no tenían nada que hacer, que se aburrían soberanamente. Y para quien no haya hecho el cálculo, les puedo asegurar que la suma de aburrimiento, capricho y tiranía no da otro resultado que el de crueldad. Crueldad sin rencor, por puro capricho y por mero divertimento. ¡Tantas habilidades —negativas—, y ninguna ocasión para ejercerlas!, se lamentaban los dioses y se preguntaban contra quién podrían malgastar todos estos poderes. Así que pensaron y pensaron y por fin se les ocurrió crear seres casi iguales a ellos, pero carentes de poderes sobrenaturales.

Cuando modelaron a un buen número, los lanzaron a patadas del Olimpo a un lugar al que llamaron el teatro del mundo. Menudas vistas se contemplaban desde tan alto: miles de muñecos obedientes y temerosos. Con el tiempo, y lejos del Mediterráneo, Quetzalcóatl, un dios azteca, regaló el vino a esos pobres hombres que estaban tan hartos de trabajar que no les quedaban ganas de venerar a los dioses y estos, ya os podréis hacer una idea, estaban que rabiaban. Así que Quetzalcóatl fue listo y acabó con el sinsentido en la vida de los hombres. Y no se engañen, aquí hombre no es un término genérico, se refiere a los hombres hombres —como diría José María Aznar—, excluyendo a las mujeres, en quien este dios no pensó, sino para pedir ayuda a la joven diosa Mayahuel, virgen para más señas. De su unión, surgió una bebida que ha venido entreteniendo por los siglos a los hombres después del trabajo. A algunos, conocidos con el sobrenombre de alcohólicos, también durante.

A esta diosa joven, como consintió encantada a la proposición de Quetzalcóatl, ningún dios la castigó. Mientras tanto, al otro lado del mundo, Júpiter le arrancó la lengua a la ninfa Lara por haber advertido a otra ninfa, Yuturna, del peligro que corría, pues, el depravado dios quería yacer con ella por más que Yuturna lo había rechazado una y otra vez. Júpiter, desobedecido y burlado, no solo le cortó la lengua, sino que la envió con Mercurio a los infiernos y este, cómo no, la violó.

En esto andaban los dioses todo el día, violando aquí y dando órdenes gratuitas allí. Los abusos de los dioses no eran discutidos por los hombres, sí por las mujeres, que se escondían o, como la desgraciada Dafne, prefirió acabar convertida en laurel antes que ceder a las lascivias pretensiones de Apolo, el calenturiento dios que, pese a ser un obseso, ha quedado para la historia como un pobre enamorado despechado. En la trasmisión de la mitología no había violadores ni abusadores, sólo dioses enamoradizos no correspondidos, seductores que conseguían sus caprichos disfrazados de toros o por la fuerza que les otorgaba su propia naturaleza. Y de aquellos barros, estos lodos. 

No mejoró con la Biblia

Y no mejoró la situación con el dios de la Biblia, otro a quien la eternidad le producía un soporífero aburrimiento y solo buscaba la obediencia ciega y el ser venerado. Creó a Adán obediente: te concedo el Paraíso y te prohíbo comer del árbol del conocimiento. Adán no preguntó nada. Adán acató, no por convicción, sino por desinterés; tanta era su desidia que dios se seguía aburriendo viendo a aquel pelele mirar los amaneceres y los atardeceres sin preguntarse nada. Así que Dios volvió a intentarlo: esta vez reutilizó una costilla de Adán —que me pregunto yo ¿por qué aprovechar algo que no había funcionado?—, que enriqueció concediéndole el don del interés y la curiosidad por cuanto estuviera más allá de lo que sus ojos veían.

Es decir, le dio inteligencia. Con las prisas, imagino, no midió las consecuencias de su generosidad. Y Eva, que así se llamó la nacida de Adán, observó y aceptó lo que la serpiente, que no era una harpía, sino una sabia, le ofreció: la manzana del árbol de la ciencia. Y ahí empezaron todos los males, cuando Adán, que no dejaba de ser el capricho de Dios, se vio menospreciado por aquella habladora que no dejaba de repetir lo bueno que sería dejar el Paraíso y ver mundo. Ni a Adán ni a Dios les gustó la marisabidilla en que se convirtió su pupila, ¿no nació para servir? Y con ese mal pie siguió el mundo dando vueltas.

Las marisabidillas nunca gustaron a los dioses, vinieran estos del universo que vinieran. Ejemplar fue el castigo que recibió Pandora por mostrar curiosidad. Pandora fue un regalo de Zeus a Epimeteo. Mujer bella y obediente, entregada junto a una caja que debía permanecer cerrada, sin motivo ni explicación. No era Pandora mujer cotilla, como digo, pero sí se preguntaba la razón de aquella orden. Ella quería saber: Zeus castigó su osadía y su rebeldía.

Volviendo al dios bíblico, castigó con toda la severidad imaginable a la esposa de Lot, "la mujer que mancilla el altar de la obediencia", según los sobrecogedores versos de Marisa Calero, por actuar libremente una sola vez en su vida. No ablandó su corazón la docilidad que esta mujer siempre había mostrado ante las bellaquerías y el desprecio del esposo. El misericordioso dios no tuvo compasión ante una mujer que no le tuvo miedo y que quiso saber. Le costó la vida, convertida en sal "por una mirada" —leemos en un hermosísimo poema de Anna Ajmátova— como advertencia al resto de la humanidad y, en especial, a las mujeres que no entendieran la obediencia ciega ante las órdenes arbitrarias. 

Kant, Zweig, Unamuno...

No todas las mentes del pasado urdieron historias para justificar la violencia y el desprecio hacia la mujer por el hecho de ser mujer. A finales del siglo XV, Bartolomeo Goggio defendió en sus Alabanzas a las mujeres que no existían fundamentos para justificar la superioridad del hombre sobre la mujer, ni en las Sagradas Escrituras ni en razonamientos naturales o biológicos. Pero su defensa fue acallada por los que gritaban más fuerte tratando de mantener la supremacía del hombre: ¡Con lo bien que vivimos así!, oiría Goggio que susurraba su contemporáneo Luis Vives, para quien la lectura era perjudicial en las damas, excepto las Sagradas Escrituras, Cicerón y San Jerónimo. Con estas mimbres, ¿qué cesto podíamos hacer? ¿Como sostener sobre este inconsistente e infantil pensamiento una sociedad?

Y no es baladí el peso de nuestra mitología y nuestros sabios. Sobre este árbol injertado hemos crecido generaciones oyendo y leyendo las mismas injurias en El Sabio Alfonso X, como los galanes aconsejados por un Arcipreste de Hita que piensa que "una vez que no tiene vergüenza la mujer hace más diabluras de las que ha menester", o un Kant que soñaba con mujeres mudas como Júpiter. Mentes lúcidas como la de Stefan Zweig que se nublaba cuando confundía violencia hacia la mujer con asuntos familiares menores, o un Quevedo que culpa del hundimiento del Imperio español a los gastos que la coquetería femenina exigen. Un Unamuno al que, según sus propias palabras, solo le interesan las mujeres cuando ejercen de amas de casa. La nómina de autores es interminable, por más que Christine de Pizan, como otros muchos, denunciara que "A las mujeres se les acusa en falso", sin fundamento. Como también son injurias gratuitas esos dichos malintencionados que pasan de padres a hijos y a hijas sin titubeos: “honra a su madre quien a su padre se parece”, “mujer al volante, peligro constante”, y tantos más.

Siempre lo hemos sabido, por eso "la Bella Durmiente cierra los ojos […] porque ningún príncipe para junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos". Esta cínica y brillante versión de Marco Denevi sobre el cuento tradicional revela el problema que hoy continúa: las mujeres son malas y perversas y merecen todo el desprecio y castigo que el hombre quiera. ¿Nada va a cambiar? No hay más que escuchar a un Donald Trump y temer lo peor cuando vocifera en un programa de televisión: "Puedes hacerles lo que quieras [a las mujeres] cuando eres una estrella" o tuitea "si Hillary no puede satisfacer a su esposo, ¿cómo pretende satisfacer a Estados Unidos?".

Lo más leído