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Siempre me gustó el número siete. Me parece bien cerrar con un séptimo toque de pincel. Es un esbozo esto que he dibujado, pero quien tenga imaginación verá los colores...

Suena el telefonillo. Me pilla escribiendo, pero no pasa nada, porque aún no ha llegado el mediodía. Es el cartero, que trae un regalo para mí. Mi cumpleaños fue hace dos semanas… Firmo el recibo y el buen mensajero se marcha, dejándome a solas para descubrir una botella de lambrusco y una tarjeta. Una firma que reconocería en cualquier parte y el prefijo de una ciudad más grande que la mía. Qué sorpresa tan agradable. Lo pondré a enfriar y seguiré escribiendo.

A media tarde descorcho el regalo, sirvo una copa y marco el número de teléfono. No responde con un “¿Dígame?”, porque es mi mejor amigo. Responde con un “Justo a tiempo, Moneypenny”. Antes de escucharle, ya tengo dibujada la sonrisa. Sé que el teléfono no es lo suyo, por eso más lo valoro. Una voz de mil acordes, estridente y sabia, cambiante a cada minuto, como las de los dibujos animados. Sería un monstruo del doblaje, si quisiera. Pero hoy me habla tranquilo y me felicita con insultante retraso.

Hubo una vez una generación de artistas brillantes que escribían, pintaban, dirigían y componían al más alto nivel… Luego llegó la Guerra Civil y el sueño de un país culto y noble se desmoronó. La llamaron “Generación del 27”, y la formaron hombres irrepetibles. A esos hombres, bien se podrían haber añadido todos los nombres de “Las sinsombrero”, pero el machismo de este país merecería capítulo aparte. Por eso, en esta particular generación que he querido dibujar, llena de mujeres excepcionales, no podía dejar fuera a un representante del lado masculino. Un ilustrador, articulista, director y crítico de primera.

Seguramente le encantaría presentarse como Indy, Luke o Butch. Creo que no hay una raza de dinosaurio que no haya estudiado desde que de niño se perdió en un parque del jurásico, ni trapos sucios de la factoría de un famoso ratón que no pueda intuir de lejos. Es el cinéfilo y lector más voraz y más lúcido que he conocido, y eso que alguno pone empeño en hacerle competencia. Si necesito la opinión de alguien con criterio y buen gusto, mi opción más segura es consultarle a él. Y, a veces, me deja a cuadros… Como cuando me dijo que te admiraba y que te entendía, aquella tarde, al teléfono, con la copa de lambrusco. Debí haberlo intuido. Yo preguntándome por qué me toca sufrir por amor, y mi mejor amigo compadeciéndose de ti, en vez de decirme que no te mereces mis atenciones. Él sabe lo que es mirarme como me miras tú; lo supo hace tiempo, unos años ya. Pero como yo te miro, ni le miré a él ni creo recordar haber mirado a nadie.

Elige bien las palabras, siempre mucho mejor que yo. Con categórica sinceridad me entiende y me adora, pero simpatiza con tus traspiés. Una risa entrecortada para explicarme que… “Me da mucha lástima. Estar enamorado de ti sin ejercer, es una putada”.

Se rebela mi sangre. Te has buscado el mejor abogado defensor que podrías haber tenido. Que llegué con el azar. Que camino sin ataduras. Que no es justo. Aunque, en su cordura, no es capaz de excusarte, y en giros inesperados de guion te condena, para volver a tu rescate.

“Es terrible tenerte delante y tener que decir que no por… ¿principios?, ¿miedo?, ¿prudencia? Sea cual sea el motivo, es una putada. Pero, contigo, ¿quién no tendría dudas y dilemas? No una ni dos veces... Por eso le compadezco. Y le envidio. Es una sensación bastante peculiar… También le admiro, porque ha conseguido tu corazón, y al mismo tiempo me resulta ridículo porque no está a la altura de tan rara circunstancia”.

Suspiro al otro lado del teléfono. No puedo decir una palabra.

Es un absurdo digno de un libro. Lo cierto es que estoy escribiendo de todo, pero sobre esto no. De esto no voy a escribir. No busco ser rica y famosa como Paola, ni desgarrarme para que otros que no me quieren opinen. Es algo mucho más simple. Quiero mi sonrisa al oír hablar de ti. Quiero que me leas aunque no me lo vayas a contar. Quiero estar ahí, como al principio, cuando no me veías y te lo perdías absolutamente todo. Y ojalá me sorprendas otra vez.

“No te enfades conmigo por lo que voy a decirte”, me saca de mi mundo, “pero, incluso sabiendo que de tu gusto exquisito puedo fiarme, esta vez me ha superado… Qué hijoputa”.

Y sé que, cuando mi querido amigo cuelga el teléfono, se pone a dibujar.

Recibo el dibujo de madrugada y sonrío. Me ha dibujado a mí, una vez más. Es un alivio estar en el lugar de la musa de vez en cuando.

Me ha dibujado fabulosa, como me ven sus ojos. Como no sé si me ven los tuyos. Como han de verme los míos.

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