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Cuando era un chaval asociaba fútbol a diversión y a risas. El primer partido que recuerdo haber visto en un estadio fue uno de copa en el Carranza, el 3 de mayo de 1970, aún no había cumplido 12 años. Mi padre, que era muy aficionado al equipo de su tierra, cerró su bar ese día para asistir al encuentro. Yo le acompañé al campo junto con toda la plantilla del restaurante que regentaba. Mi aita me había regalado previamente una camiseta del Athletic que había encargado confeccionar en una costurera de Cádiz, en un tiempo en el que no era costumbre que los hinchas las llevaran, pero yo la lucía orgulloso.

El Cádiz militaba en Segunda División y empató meritoriamente a 1 con el Athletic de Bilbao, el rey de las copas de esa época. El partido en sí mismo me aburría, pero en cambio me encantaba el ambiente de jolgorio que reinaba. Me acuerdo especialmente de ese acontecimiento porque Macarty iba disfrazado de explorador con los colores del Cádiz, cubierto con un salacot y portando a modo de bandolera una canana y un fusil de plástico de juguete que disparaba un rudimentario tapón atado a su boca.

Ese fan cadista tiraba de una jaula con barrotes de plástico, simulando que encerraba allí a los leones (los jugadores del Bilbao). Me acuerdo de que a Iribar, el portero visitante, le molestaba la gracia del forofo del Cádiz, pero yo me lo pasé en grande imaginándome a los jugadores vascos como unos gatitos indefensos encerrados en esa prisión de pega. Eso hizo que dos años más tarde, con la pequeña paga que me daba mi padre por trabajar en el bar, me costease por mi cuenta el carnet de socio del Cádiz. Los domingos, después de acabar mi faena en el restaurante, acudía solo y puntualmente al estadio y me divertía un montón contagiado con la simpatía y las gracias que soltaba la afición de Cádiz.

Unos años más tarde, al llegar la política el futbol, el ambiente festivo se torció y desembocó en antagonismo. Aficiones de cualquier equipo, ávidas de pelea, se enfrentaban con la excusa de la ideología, como dos polos de signo contrario que sueltan chispas. Unos, los ultras de derechas, catalogados de fascistas o de nazis, rivalizaban con otros de izquierdas que se autodenominan antifascistas, pero que mostraban con su violencia que procedían del mismo cuño y que se comportaban de la misma forma que los primeros. Hoy esta tensión se ha acentuado. El último episodio de ferocidad ha sido el lamentable choque entre los radicales del Spartak de Moscú y los del Athetic Club, capitaneados principalmente por la facción Herri Norte.

Este colectivo vasco muestra su simpatía con la izquierda abertzale y ejercitan sus acometidas como si fuesen acciones nostálgicas de un activismo pasado. En esa batalla campal entre fanáticos fueron arrestadas nueve personas: cinco vascos, tres rusos y un polaco.  Además, falleció un ertzaina por un infarto, un ruso fue e apuñalado por la espalda y otra decena de individuos sufrieron heridas. A todo ello, la policía se vio incapaz de contener a estos iracundos incondicionales, a pesar de que, previamente a los disturbios, incautó un arsenal de puños americanos, porras extensibles, navajas y piedras a cien hinchas euskaldunes. Pero este no es el único caso, aficiones de muy diversos colores se citan entre ellas, cada vez más a menudo, para pegarse y descargar en el contrario su agresividad, llegando a producirse  algunos homicidios. Esto demuestra que en el mundo que rodea al fútbol están anidando muchos indeseables, convirtiendo ese pasatiempo en demasiado pasional y peligroso. En esta disciplina muchas veces no impera para nada el espíritu deportivo y el balompié es utilizado como pretexto para otros fines.

"En España los independentistas se quejan de que hay intolerancia y censura, cuando campan a sus anchas agitando sus banderas separatistas"

Ante esta politización del fútbol, que genera tantos conflictos extradeportivos, la UEFA se muestra contundentemente en contra y no permite ni un resquicio de transigencia ante cualquier manifestación, exhibición de banderas u ostentación de símbolos políticos en los estadios. Así el artículo 16,2 del reglamento de la UEFA hace responsable a los clubs del comportamiento inapropiado de sus seguidores cuando éstos emitan gestos, palabras o lleven objetos que sirvan para transmitir mensajes de naturaleza política, religiosa o ideológica, de carácter ofensivo  o provocativo.

Consecuencia de ello, se ha multado varias veces al Barcelona por desplegar esteladas en las competiciones europeas. Pero también el futbol inglés es igualmente inflexible y duro y consagra esa misma filosofía, consistente en erradicar la política del deporte. Así, la federación inglesa, aplicando ese axioma, ha abierto un expediente sancionador contra Pep Guardiola por mostrar lazos amarillos en los partidos del Manchester, a favor de los presos que presuntamente han podido cometer sedición, rebelión o malversación de fondos en Cataluña. Lo que contrasta con lo que ocurre en España.

En España los independentistas se quejan de que hay intolerancia y censura, cuando campan a sus anchas agitando sus banderas separatistas por los estadios catalanes sin ninguna cortapisa y sin ninguna sanción por parte de la federación española de fútbol. Además, ellos, sin el más mínimo respeto ni contención, pitan al himno común de todos los españoles o al Jefe del Estado. ¿Es que los extranjeros de los estados democráticos europeos son más retrógrados que nosotros o es que nosotros estamos demasiado acomplejados por nuestro pasado histórico para exigir el cumplimiento de las normas elementales de convivencia? ¿No estamos asumiendo demasiados riesgos y poniendo alfombras rojas al odio, al permitir mezclar el deporte y la política?

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