Una agricultora recogiendo tomates, en una imagen reciente.
Una agricultora recogiendo tomates, en una imagen reciente. MANU GARCÍA

Hay tomates todo el año. El consumidor los tiene fácilmente accesibles y a unos precios asequibles. Preciosos, todos tersos, bien coloreados, de idéntico tamaño y forma. Por eso también, y en sentido opuesto, ha quedado relegado el concepto de producto de temporada y de cercanía. El tomate, y otros muchos alimentos han pasado a ser un commodity, un básico. Desde el punto de vista del consumidor, cada día más urbano, es una realidad que queda invisible, incluso en los picos de producción tradicionales, el precio final de venta de un tomate de invernadero es sensiblemente más bajo que las piezas conseguidas con sistemas tradicionales, ecológicos y de cercanía.

La ciencia aplicada a la producción alimentaria ha logrado unas tasas de eficiencia y eficacia que, ayudadas por el sistema tributario vigente, la comercialización a gran escala, la monopolización de semillas, insumos y mecanización, y las políticas de fijación de precios, hacen que parezca más barato un tomate de invernadero logrado con técnicas muy artificiosas que un tomate criado por un hortelano.

La perversión del resultado no radica en la investigación y la ciencia sino en el uso malévolo que algunos hacen de la misma. El sistema está diseñado y dominado por las grandes compañías que tienen su negocio en producir, transformar, comercializar. Y el objetivo de alimentar de forma digna, equitativa, saludable y sostenible queda relegado a sus decoradas páginas webs. Es la alimentación un negocio estable, seguro, siempre en crecimiento. Ese es el atractivo financiero, producir, comercializar, vender.

En ese gran planteamiento, los consumidores, que somos las personas, que somos lo que nos alimentamos, quedamos encasillados a un solo rol, el de pasar por caja. Para ellos sólo tenemos caras de compradores. Y al comprador, ya se sabe, hay que incitarlo a que lo siga haciendo y para eso nada mejor que un adecuado maridaje de apariencia (atractivo a los sentidos) y precios baratos (atractivo al bolsillo). Si, otra vez el tomate bonito y todos iguales de invernadero de oferta en el gran lineal.

Esta situación es posible porque hemos dejado de pensar en la importancia de la alimentación, en el disfrute de comer. Dejamos de tener presente que la salud nos viene de hábitos saludables de vida y de alimentación. Tenemos nuestra cuota de responsabilidad en esta imperfección del sistema.

Esta situación es posible porque se está falseando el precio marcado. No se incluyen en el PVP todos los costes de reciclaje, reposición, restauración, huella de carbono por la generación de insumos, de transporte, de contaminación de suelos y acuíferos, de arrasar con comarcas enteras. Un sistema de fijación de precios que no logra incorporar todos los efectos negativos y que tenemos que pagar después de forma indirecta entre todos.  El precio no recoge de manera honesta, fidedigna y veraz la realidad. En términos económicos, el sistema de fijación de precios de los alimentos, elaborado a partir de los principios básicos de agregación de costes, no está considerando externalidades que son absolutamente cruciales, imprescindibles de incorporar en el valor de las transacciones comerciales. Está el sistema alimentario muy alejado del óptimo de Pareto, esto es, una situación de equilibrio en el que algunos agentes comerciales no salen beneficiados de su posición en perjuicio de otros (Multinacionales productoras y comercializadoras frente a pequeños agricultores, ganaderos, pescadores y consumidores).

 Si “la mano invisible” de Adam Smith hiciese su trabajo, el mercado iría corrigiendo estas ineficiencias que hacen que hoy, los costes sociales no estén reflejados en los precios de los alimentos. Si el mercado fuese libre, transparente y eficaz, se corregirían los precios, lo que a su vez modificaría la percepción de los consumidores sobre los alimentos y sus sistemas de producción y distribución. Ganaría peso, a gran velocidad los sistemas de producción ecológicos, de cercanía, de temporada, la agricultura y ganadería familiar y de proximidad.

Al incorporar los costes sociales, aumentaría el precio de los alimentos de origen intensivo y disminuiría los producidos con manejo sustentable. Mejoraría la salud de las personas porque de manera sincrónica lo haría la del Planeta. Se lograría llevar a la práctica ese principio esencial, mundialmente aceptado del que contamina paga. Más aún, lograríamos ser honestos con nosotros mismos, equiparando valor y precio en algo tan esencial como son nuestros alimentos.

La FAO viene formulando este tipo de demandas desde hace años. Naciones Unidas incorpora esta filosofía en sus Objetivos de Desarrollo Sostenible. Es la mejor evidencia de que los expertos tienen claro cuál debe ser el camino. Pero seguimos sin ser capaces de llevarlo a la práctica, y mientras tanto, enriqueceremos a unos cuantos a cambio de hipotecarnos nosotros mismos y a las generaciones futuras.

El proyecto de ley contra el desperdicio alimentario es bienintencionado y algo sumará en esta gran macro dinámica del sistema de alimentación, pero está lejos de llegar a las cuestiones esenciales del problema: Que ahora se producen alimentos para vender, no para alimentar.

Llegar a la línea de flotación a las grandes corporaciones alimentarias para lograr una cadena de valor alimentaria más sana, honesta, justa y equilibrada es incidir sobre el plano que les resulta vital, hay que lograr que vender deje de ser la regla fundamental del mercado. Las investigaciones en los últimos dos siglos de economistas como Pigou, Marshall, Coase, son concluyentes, el mercado y la propiedad privada no va a incorporar al sistema de manera voluntaria los costes sociales, hay que hacerlo mediante regulación.

Es el estado el que debe establecer los mecanismos económicos y fiscales que logren incorporar al sistema las externalidades que hoy benefician a cuatro y perjudica a miles de millones. Es el estado el que tiene que hacer valer la función esencial para la que fue creado, la defensa de los más débiles. Hacen falta valientes que le den un paso al frente y pongan el cascabel al león. Sería una revolución. La cuestión es que es ya, una revolución imprescindible. Por el bien de todos.

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Comentarios (1)

Salvador Solís Gómez Hace 2 años
Antonio Aguilera, Son textos como el que nos regalas los que bien alimentan las mentes y despiertan las almas. Son tus letras pasos que inauguran y auguran esa verde, cálida y tan necesaria revolución. Son inspiradoras tus ideas, tanto para quienes, como yo, andan algo concienciados, pero también para los que no. Gracias por plasmar "todo este desorden" alimenticio en un escrito tan sencillo como magistral. Sumo mi voz, también mis actos, a esta declaración pacífica y re
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