Una persona luchadora de nombre Mustafá espera la llegada de coches junto a la sombra de su semáforo. Una dedicación de lunes a sábado, de 8.00 a 17.00, sin ningún contrato que le avale, y con una mujer e hijos que sacar adelante. Solo falta en el sitio, cuando puede hacer algún curso de formación.
Siempre una sonrisa, ofreciendo un paquete de pañuelos de celulosa en estos tiempos adelantados de resfriados y gripe, saluda lo primero con efusividad.
El joven Ignacio ha decidido emprender, en un barrio con carácter de pueblo dentro de una gran ciudad milenaria, con un pequeño obrador de pan artesanal basado en harinas ecológicas certificadas de variedades tradicionales, masa madre y buen hacer local, conciliando familia y trabajo. La primera hornada sale a las 10.00 de hogazas y bollos de antaño - hay que saber que el pan caliente no se puede cortar -, dos horas más tarde la segunda, recreando los auténticos molletes de Marchena con un más que notable resultado.
Trabaja mayoritariamente por encargo, aunque siempre hace algunos más para los clientes nuevos, olvidadizos y de última hora. Es por ello que algunas tardes y sábado por la mañana puedes recibir un mensaje ofreciéndote alguna pieza sin boca que la quiera apreciar.
Hoy he ido andando, encargando tras el anuncio matinal, a por dos bollos de los que gusta tener para mojar pan, velando siempre por nuestra salud. La cola de peticionarios se hacía notar en la calle a la puerta del pequeño mostrador. "¿Queda pan?", preguntaban con ambiente impregnado de olor verdadero, satisfactorio y reconfortante.
Al regresar a casa, me he cruzado con Mustafá, tras obsequiarle con unas pulseritas de Andalucía, una moneda de euro y otra de 50 céntimos, él me ha entregado un paquete de clínex, y a continuación le he mostrado uno de los panes tras abrir su bolsa de papel. "Pan bueno", exclamó. "Tuyo es", respondí. "Y como pesa", dijo al cogerlo con un gran gesto de agradecimiento, como cuando mi madre le hacía un bizcocho.
