El árbol de la vida, la moringa, en Conil. FOTO: MANU GARCÍA.
El árbol de la vida, la moringa, en Conil. FOTO: MANU GARCÍA.

Los estímulos positivos atraen, motivan; los negativos generan rechazo. Nos gusta estar con personas que nos dan alegría, energía y no con las que nos roban vitalidad. El subconsciente nos pide no contestar las llamadas del que siempre llama para pedir. Ponemos en silencio los grupos de WhatsApp que están llenos de quejas y reproches.

Igual ocurre en el imaginario colectivo con aquellas ideas, tendencias y escuelas que nos piden esfuerzos, sacrificios, trabajo. Somo más receptivos con los discursos que nos ofrecen cosas, bienes, derechos. Es el éxito de las políticas populistas.

El movimiento ecologista tiene un lastre en la capacidad de causar un primer impacto positivo. En su adn lleva impregnado un mensaje de reproche, una permanente llamada a la culpabilidad, unas sentencias apocalípticas que lo hacen incómodo para la inmensa mayoría.

Es necesario entender que la especie humana es demandante neta, esto es, necesita constantemente de recursos para lograr su bienestar. Por eso, usamos, quemamos, exprimimos, utilizamos, esquilmamos, agotamos. Como todas. No porque hacer daño sea el fin último, sino porque es una de las consecuencias inherentes a nuestro existir. También, por lógica de supervivencia hemos ido poniendo medidas de compensación: sembrar, cultivar, pastorear, guardar, trabajar. Un proceso que primero fue movido para mantener una determinada calidad de vida, y ahora, sigue siendo para no perder un determinado estatus, poder adquisitivo, capacidad de influencia. La sociedad es más compleja, las motivaciones las mismas.

Por eso, la retahíla ecologista de alentar a las masas a penurias colectivas para mantener, para conservar lo que fue, para permitir una mejor vida en el futuro, siempre va a fracasar. Nuestro cerebro ha evolucionado para mejorar el presente. Por eso se perdió la guerra contra la urbanización masiva. Por eso se perdió la guerra contra el uso y agotamiento de los combustibles fósiles. Por eso se perdió la guerra de la reversión del cambio climático. Porque esas guerras son la propia historia de la humanidad. Unas guerras tremendistas que, como en La Familia de Pascual Duarte, los verdugos acaban siendo víctimas.

Mientras el movimiento conservacionista siga siendo el abanderado de denuncias, de mensajes apocalípticos, de continuas reprimendas indiscriminadas hacia la sociedad, ésta no tendrá capacidad de escucha. Es una conducta así de infantil, pero cierta. El niño deja de hacer caso al padre, al profesor que sólo le dirige la palabra para reprenderle.

El movimiento ecologista tiene rasgos de ideología supremacista porque se cree en posesión de la verdad. Tiene meridianamente claro que su opción es la única posible y viable para la salvación de la humanidad y las generaciones futuras. Lo mismo una reflexión impregnada de humildad le vendría muy bien. Pararse a visualizar que lo que propone es una opción, solo otra opción más entre tantas.

Lo que tiene que comenzar es a construir los argumentos para que todos visualicen lo bueno que sería seguirla, que los beneficios son más que los esfuerzos. A corto y a largo plazo. Que se visualice más la zanahoria que el palo.

Una lección debería quedar ya superada, por el camino del reproche y el activismo de barricada, no se pasa de ser mosca cojonera. Habría que agarrar los mensajes positivos, las experiencias ejemplarizantes, los casos de éxito en los que se recuperan equilibrios y simbiosis con el medio a la vez que se mejora la vida de sus participantes y hacerlos visibles a todos, convertirlos en objeto de deseo, en demostraciones vivas de un posible camino al que otros pueden sumarse.

No vencer, sino convencer a las fuerzas vivas que hoy tienen el poder, y que lo utilizan para anclar un modelo expansivo al que le planeta se le está quedando pequeño, y que, como no puede ser de otra forma, se resistirán, porque a ellos, así les va bien. Hay que hacerles ver, que de otra manera les irá mejor. Ese es el reto. Un mundo del Antropoceno regido por las leyes de los equilibrios naturales junto a los sociales podemos todavía considerarlo utópico, también lo consideró así Rosanvallon del neoliberalismo cuando escribió El capitalismo utópico. La biodiversidad es un tremendo regalo, salgan y disfruten, forman parte de ella.

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