La cruz del Valle de los Caídos. Formas de mirar al pasado.
La cruz del Valle de los Caídos. Formas de mirar al pasado. MANU GARCÍA

España ha llegado a 2023 en medio de la crispación política. Las redes sociales arden, en las calles se alzan pancartas con mensajes de una inaudita agresividad, como ese que sugiere al presidente del gobierno, Pedro Sánchez, que tome ejemplo de Judas y se ahorque. En medio de tanta polarización, es lógico pensar, con el historiador Andreu Navarra, que la actual Constitución, más que sellar la paz entre las dos Españas, marcó un simple armisticio. En medio de la guerra constante entre banderías, las versiones opuestas del pasado colisionan entre sí, más como instrumentos de una contienda cultural, de una pugna por establecer un relato hegemónico, que como intentos de discernir cómo fueron de verdad los hechos. 

No existe nada parecido a un consenso acerca de cómo superar un pasado traumático que se resiste a pasar. Lo comprobamos en Franco desenterrado, un magnífico libro de entrevistas en el que el hispanista holandés Sebastiaan Faber habla con diversas personalidades de distintos campos. Así, mientras Emilio Silva reclamaba algún tipo de informe oficial sobre quiénes fueron los verdugos del franquismo, Ricard Vinyes considera inútil gastar dinero público en establecer una comisión de la verdad: "La idea de que el Estado debería adoptar una interpretación determinada del pasado es inaceptable". Según Vinyes, los historiadores saben ya todo lo que se puede saber sobre la Guerra Civil y la dictadura, con una profundidad que supera a la de comisiones como las de Argentina, Chile o Perú.

Existe otra acusada controversia sobre hasta qué punto el franquismo persiste o no. Para unos, está claro que constituye un elemento sin ninguna vigencia en el presente, sobre todo a juzgar por como España es abiertamente progresista en cuestiones como los derechos de los homosexuales. Otros, por el contrario, piensan que falta mucho aún para erradicar por completo el legado de la dictadura, el denominado "franquismo sociológico". 

"El franquismo nunca se fue", dice la feminista Cristina Fallarás. Las disfunciones de la democracia, como la corrupción, o el auge de la ultraderecha de Vox, parecen dar la razón a este tipo de visiones pesimistas. La herencia de la dictadura se notaría en el éxito de personajes impresentables como Jesús Gil, presidente del Atlético de Madrid y alcalde de Marbella. Pero… ¡los italianos colgaron a Mussolini y no les ha impedido sufrir a un líder tan cuestionable y estrafalario como Silvio Berlusconi! Como ha dicho, lúcidamente, el periodista Enric Juliana, no es cuestión de llamar "franquismo" a todo lo que no nos gusta: "No hay que confundir cristalizaciones oligárquicas con el franquismo. Porque cristalizaciones oligárquicas las hay por todas partes. Cuando Giscard d’Estaing tiene negocios con diamantes en África, ¿eso qué era? ¿Que Giscard era de Pétain, del régimen de Vichy? No. Era un presidente republicano francés".

Pese al florecimiento de una historiografía de signo contrario, persiste con un fuerte arraigo la idea de que España es un país "diferente", donde siempre pasan cosas que en una nación "normal" serían impensables. Esta forma de pensar parte de la comparación entre lo peor que tienen los españoles y lo mejor de otras naciones que aparecen idealizadas sistemáticamente. Se recuerda, con razón, que en Santiago de Chile existe un espléndido museo sobre la dictadura y que nosotros no tenemos nada parecido, pero se pasa por alto la pervivencia en democracia de la constitución pinochetista. 

Algo similar sucede cuando se pone el ejemplo de la Sudáfrica de Nelson Mandela y no se habla de las críticas que recibió el gran líder por no propugnar el castigo que merecían los blancos racistas. Con este tipo de comparaciones tendenciosas, lo que se genera es una visión hipercrítica que la derecha y la ultraderecha tratan de combatir con una exageración de signo contrario, la leyenda rosa. Parece que nos cuesta mirar nuestra historia sin delirios de grandeza ni complejos de inferioridad. 

Si antes la Transición había sido un punto de referencia, ahora se la denuncia como algo peor que un desastre: un fraude. Se multiplican las voces que ponen de relieve su falta de ejemplaridad. La crítica es, en el fondo, espantosamente trivial. ¿Qué hecho histórico es "ejemplar"? ¿La Revolución francesa con sus guillotinas o la Segunda Guerra Mundial con el bombardeo de Dresde? La democracia realmente existente se descalifica en nombre de una democracia ideal que, de hecho, no hallamos en ninguna parte. La democracia española es manifiestamente mejorable, por supuesto, pero… ¿cuál no lo es?

Veamos las críticas a la Constitución del 78. Tendría, entre otros pecados, el de reconocer la unidad de la nación española. ¿Sería mejor, tal vez, que las autonomías fueran soberanas y pudieran ejercitar cuando quisieran su derecho a la autodeterminación? En Estados Unidos esa es la situación, sobre el papel, de sus diferentes estados. Solo que, cuando algunos de ellos quisieron llevar la teoría a la práctica se montó ese formidable conflicto conocido como "guerra de secesión". Desde la óptica independentista, Abraham Lincoln debe ser un tirano, puesto que no dejó que el Sur se marchara de la Unión, y el discurso de Gettysburg una infamia. Parece que, para ser progresista, solo se puede criticar al gobierno central. Si las administraciones autonómicas exhiben sus mismos vicios, corramos un tupido velo. 

La Transición habría sido un invento de las élites franquistas para cambiarlo todo sin que nada cambiara. La izquierda, supuestamente, no habría tenido ningún papel. El problema de esta teoría es que nada dice del protagonismo de tantas voces progresistas que lucharon, en los años setenta, para la reconciliación. Fue la gente del PSOE y del PCE la primera que defendió la Amnistía. Otro asunto es que, cuarenta años después, sus herederos no se sientan identificados con sus decisiones. Con tanto tiempo de por medio, sacar a un país de una dictadura de cuarenta años, sin que medie otro conflicto civil, parece cosa muy fácil.  

Se dice que la Transición fue una gigantesca apología del olvido, como si desde entonces, no se hubieran publicado una inmensa cantidad de libros sobre la Segunda República, la guerra civil y el franquismo. Faltaría, supuestamente, una política de memoria sólida que nos llevara a la auténtica reconciliación. Pero… ¿es este el camino auténtico para restañar las viejas heridas o solo un acto de fe, una forma más de pensamiento mágico? 

En otros países, como en Francia, la memoria antifascista no parece haber sido eficaz para detener el auge de la extrema derecha. En España, la insistencia de la izquierda en la importancia de la memoria histórica ha provocado que la derecha reaccione con la reivindicación de "la otra memoria", en una operación de rearme identitario. La convivencia, entre tanto, sufre. Se ha partido del supuesto, erróneo, de que los problemas se solucionan cuando la gente tiene a su disposición información objetiva. Si todo se redujera a eso, los estancos, llenos de letreros que advierten que "fumar mata", habrían dejado de ser negocio hace ya mucho tiempo.

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