Servidora es una humilde autora de provincias, del género “menor”, es decir, la poesía. No tengo libros “normales”, sino un puñado de poemarios. Aunque, todo hay que decirlo, soy muy afortunada por contar con lectores fieles y amables que me demuestran, libro tras libro, año tras año, que no estoy sola del todo en este océano de bardos y versos lanzados al aire. Pero a pesar de no ser “famosa” ni de gozar del odio del que presume Marwan, por ejemplo (desde este rincón le envío un saludo, pues yo no tengo capacidad ya para juzgar su trabajo), también tengo mi parcela con un jardín cuajadito de batallitas de egolatría.

Y este artículo me sale a propósito de lo que me pidió un buen amigo periodista. Necesita que le narre alguna anécdota que ilustre las situaciones que vivimos los autores en las ferias (las del libro, se entiende).

Partiré, si ustedes me lo permiten, desde mi particular capítulo de confesiones, admitiendo que no son santo de mi devoción las ferias varias. A lo mejor, la que se celebra en mi pueblo a final de mayo, con buen jamón y vino fino, quizás me aliente más el espíritu. No me hacen del todo feliz las concentraciones, en pocos días, de actos librescos, autores en compaña y campaña, ventas (y no ventas) de libros, dedicatorias atropelladas y fotografías de rigor con personas que, como esos familiares impuestos y superpuestos en las comidas navideñas, ni te van ni te vienen, aunque también sea lugar de encuentro entre amigos. Admiro la labor de libreros, editores e incombustibles escritores de literatura de la que se empeñan en serlo (entre los que a lo mejor me incluyo), que no cejan en su esfuerzo de trabajar la autoestima, superando el trauma terrible de ver, justo en la caseta de enfrente, una cola infinita deseando que ese nombre instragramer, influencer e idioter, les regale un autógrafo para ese libro de cubierta molona. En fin.

Desconozco cómo ha sido el balance de las ferias en las que he estado. No manejo las cifras reales (las publicitarias no me las creo mucho). Mejor no indagar. Y es que el otro día leía en el artículo de un amigo, algo que ya sé de sobra: la ingente cantidad de autores supera a los lectores reales. Una locura. Por eso es fácil, por muchos motivos, caer en el desánimo, si a todo lo ya expuesto se le suman los ninguneos y el quítate tú para ponerme yo.

A pesar del cansancio, en las fiestas de los libros hay que estar. Debemos ir con la mirada limpia, y la misma curiosidad que sentíamos antes de nadar en las tripas del mundillo profundo. Se deben celebrar los libros, como buenos lectores, por encima de todo. Es necesaria la dosis prudente de inocencia, para creer que esto que hacemos tiene utilidad, y que si somos nosotros los autores incombustibles con boli en ristre, inventando dedicatorias para esas tres o cuatro almas que se acercan con una sonrisa, es porque también hemos sido lectores y nos merecíamos todo lo bueno, y más. La buena memoria es un valor a tener en cuenta.

Seguirán las ferias y el desaliento. Aunque se sabe que todo es un reflejo de nada, quizás me alegra vivirlas de un modo u otro. Al volver a casa, vaciar la mochila me sacude de los hombros la tristeza, pues llega un buen puñado de libros que colocar junto a los que envían los amigos y ya esperan su turno. Lo mejor de las farsas es reconocerlas. Y de los viajes, el regreso.

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