Experiencias cercanas a la muerte: la última frontera del parloteo irracional

La confusión es peligrosa porque convierte un concepto preciso en un símbolo emocional. Y cuando el lenguaje pierde su precisión, la ciencia se convierte en teatro

Una persona trabajando en un laboratorio.
04 de noviembre de 2025 a las 09:17h

Hay contextos de información de alta incertidumbre en los que adoptar decisiones supersticiosas no es precisamente irracional. Gracias a la ciencia, estos contextos tienen una extensión cada vez más acotada, es decir, cada vez sabemos más sobre muchos ámbitos de la realidad. Fuera de esos contextos están ya la política, la salud y gran parte de los campos que la ciencia ha clarificado, desde el clima hasta los instrumentos técnicos, los cuerpos celestes o las partículas elementales. Cada vez es mayor el conjunto de los hechos no sometidos al azar, y eso es lo que pone de los nervios a los reaccionarios del mundo, que pretenden devolvernos al corral de la superstición todos esos campos.

Pero aun así, todavía queda mucho espacio para esa alta incertidumbre: los juegos de azar, o aquellos donde la posibilidad de control es tan escasa como los instantes decisivos de una jugada de fútbol, en fin, qué hay después de la muerte, qué hubo antes del big bang. Solo en esos escenarios las elecciones supersticiosas no son necesariamente irracionales. ¿Están las llamadas experiencias cercanas a la muerte reduciendo el conjunto de los fenómenos de alta incertidumbre? ¿Empiezan a abrirse suficientes evidencias empíricas de que hay “algo” detrás del umbral aparente de la partida? En esto están enfrascados dos científicos muy populares en la actualidad: el cirujano catalán Manuel Sans Segarra y el biofísico Álex Gómez-Marín, del Instituto de Neurociencias de Alicante. No pretenden demostrar la existencia de Dios, ni defender doctrina religiosa alguna, ni siquiera hacer apología del espiritismo o el tarot. Quieren convencernos de que hay suficiente evidencia empírica científicamente comprobable de la existencia física de otra realidad de ultratumba.

Ambos, quizá sin proponérselo, siembran tempestades de irracionalidad bajo la bandera de la ciencia. Conviene recordar que los enunciados no se transforman en enunciados científicos solo porque los pronuncie un científico, del mismo modo que no todo objeto fabricado por quien se denomina panadero puede, ni debe, ser consumido como pan. Más Segarra que Gómez-Marín, todo hay que decirlo, este último se limita a describir su experiencia personal y a mostrar su concordancia con otros testimonios similares. Segarra, por el contrario, es más osado y se atreve incluso a emplear un supuesto lenguaje cuántico para fundamentar sus afirmaciones.

La glosolalia designa un habla espontánea sin contenido semántico reconocible, producida con sinceridad expresiva y sin intención de engaño. Su función es emocional o ritual, dar forma sonora a lo inefable. En cambio, la falsolalia, neologismo derivado de glosolalia, y este es precisamente el truco de Segarra, describe una modalidad imitativa o simuladora del habla, en la que se reproducen los rasgos fonéticos o terminológicos de una lengua o registro especializado sin comprender su significado, alterando sutilmente su contenido semántico original. Algo así como decir que se habla en alemán usando solo expresiones en castellano enunciadas en modo gerundio.

A diferencia de la glosolalia, la falsolalia es performativa y persuasiva, busca producir una apariencia de conocimiento o de autoridad, como ocurre en ciertos usos pseudocientíficos del lenguaje técnico. Este es, precisamente, el caso del uso de la terminología cuántica que hace Segarra, donde el revestimiento verbal pretende conferir rigor a lo que, en el fondo, no es más que una creencia revestida de ciencia.

Esa operación retórica tiene un nombre: falsolalia cuántica, la imitación del discurso científico sin su contenido verificable. La física cuántica, esa rama que estudia el comportamiento de la materia a escalas subatómicas, se convierte, en su discurso, en un repertorio de analogías que sustituyen a la argumentación. “Frecuencias del alma”, “entrelazamientos espirituales”, “vibraciones de conciencia” o “energías coherentes” son expresiones que suenan a ciencia pero que no describen ningún fenómeno medible. Lo cuántico, en este contexto, deja de ser un marco físico-matemático y se convierte en una suerte de abracadabra ilustrado, un idioma que otorga prestigio a lo que carece de método.

Sans Segarra no usa la física cuántica como metáfora, algo que podría ser legítimo, aunque incorrecto. No dice que la conciencia sea como un campo de partículas elementales, sino que afirma que la conciencia es un campo de partículas elementales. Y ahí reside la gravedad del error. Esta afirmación viola la legitimidad teórica del empleo metaforico, tan común en la historia de la ciencia, como herramienta heurística. Segarra no busca similitudes entre A (conciencia espiritual) y B (información no local); sostiene que A = B. Y en esa ecuación se encuentra la ilegitimidad teórica de su planteamiento: pretende convencernos de que la persistencia del alma, entendida como autocognición, es un fenómeno material que opera en la escala cuántica.

Para desmontar toda esa falsolalia, vamos a recurrir a un auténtico especialista en física cuántica: Carlos Sabín, emblema en una batalla tan necesaria como quijotesca, la de desmentir esa recurrencia, tan habitual entre charlatanes, de nombrar como cuántico todo aquello que antes se llamaba espiritual o supersticioso. El físico Carlos Sabín, investigador del CSIC y divulgador de referencia en el estudio de los fundamentos de la mecánica cuántica, ha dedicado buena parte de su trabajo a desmontar ese tipo de abusos del lenguaje científico. En su libro Verdades y mentiras de la física cuántica (Ariel, 2020) advierte que la física cuántica es fascinante precisamente porque desafía el sentido común, pero eso no significa que pueda usarse como comodín metafísico. “Lo cuántico”, escribe Sabín, “no legitima cualquier idea misteriosa; simplemente describe con rigor el comportamiento de sistemas microscópicos bajo condiciones muy precisas”.

Para Sabín, la llamada “espiritualidad cuántica” no es más que una confusión de niveles de realidad. Las ecuaciones que rigen el comportamiento de un electrón no pueden aplicarse sin más a la experiencia humana, del mismo modo que la meteorología no explica los estados de ánimo. La mecánica cuántica opera en el dominio de la probabilidad de partículas, la conciencia pertenece al dominio emergente de sistemas biológicos complejos. Confundir ambos planos es, en palabras del propio Sabín, “una forma sofisticada de superstición”.

El problema de Segarra no es su interés por comprender lo que ocurre en el umbral de la muerte, algo legítimo y filosóficamente fecundo, sino el uso performativo del lenguaje técnico como sustituto de la evidencia. Al invocar términos como “frecuencia”, “entrelazamiento” o “colapso de la función de onda del alma”, lo que hace no es ampliar la ciencia, sino estetizarla, convertirla en retórica. En el campo de la comunicación científica, esta práctica se denomina ciencia del culto a la carga, expresión popularizada por Richard Feynman para describir la apariencia de método sin su contenido. Es el mismo mecanismo por el cual un charlatán de feria se disfraza de médico, adopta la bata, pero no el método. La autoridad visual sustituye a la demostración. En la falsolalia cuántica ocurre lo mismo, el tecnicismo produce una ilusión de profundidad que el contenido no respalda.

Sabín lo explica con una claridad meridiana: “El cerebro humano no es un laboratorio criogénico, la información cuántica no se mantiene estable en él ni milmillonésimas de segundo”. Por tanto, las teorías que suponen que “la conciencia se entrelaza” o “sobrevive en el campo cuántico universal” carecen de toda base empírica. Son, en el mejor de los casos, figuras poéticas, en el peor, pseudociencia revestida de jerga.

En la misma línea, Sabín recuerda que los experimentos cuánticos solo adquieren sentido en sistemas controlados, átomos aislados, fotones, superconductores a temperaturas cercanas al cero absoluto. Pretender extrapolar esos fenómenos a la neurofisiología humana sin ecuaciones, sin parámetros y sin medición es, simplemente, invalidez epistemológica.

Una de las confusiones más extendidas, y que Sans Segarra reproduce, es el uso indiscriminado del término “energía”. En física, la energía es una magnitud conservada y cuantificable; en el discurso pseudocientífico es una palabra-comodín para designar cualquier fuerza difusa o espiritual. Sabín ironiza sobre ello: “Cuando alguien dice que tiene buena energía, lo único que está afirmando es una sensación subjetiva, no hay joules ni fotones implicados”.

La confusión es peligrosa porque convierte un concepto preciso en un símbolo emocional. Y cuando el lenguaje pierde su precisión, la ciencia se convierte en teatro. En este sentido, el discurso de Sans Segarra contribuye, aunque sin mala fe, a erosionar la frontera entre conocimiento y creencia, desplazando el método científico hacia la retórica de la revelación.

El éxito mediático de las ECM tiene una explicación antropológica: ofrecen consuelo ante el vacío de la muerte. Frente a esa ansiedad, el lenguaje cuántico aparece como un bálsamo moderno, una teología con ecuaciones. En la cultura del dato, decir “frecuencia” suena más convincente que decir “misterio”. Sin embargo, la ciencia no avanza llenando vacíos con comparaciones simbólicas. Sabín insiste en que la física no está llamada a resolver preguntas existenciales, sino a describir regularidades observables. Que no sepamos aún explicar por completo la conciencia o las ECM no significa que lo cuántico sea la respuesta, significa que aún no sabemos lo suficiente. Cuando Sans Segarra traduce la experiencia de la muerte a términos cuánticos, lo que hace es desplazar el misterio al vocabulario de la física, no resolverlo. Es una traducción performativa, mantiene la incertidumbre, pero la disfraza de ciencia.

Desmontar la falsolalia cuántica no implica negar la potencia del fenómeno de las ECM. La neurociencia, la psicología y la antropología llevan décadas documentando los efectos transformadores de quienes regresan de ese umbral. Pero reconocer la complejidad de la conciencia no autoriza a deformar la física para explicarla. La auténtica lección de la ciencia, dice Sabín, es aprender a convivir con lo desconocido sin llenar el vacío con dogmas nuevos. La física cuántica no es un oráculo espiritual, es una herramienta para explorar la naturaleza. Usarla como figura de la salvación es reducirla a superstición tecnificada.

Las experiencias cercanas a la muerte seguirán siendo un tema apasionante, porque tocan la frontera última de la experiencia humana. Pero esa fascinación no justifica el atajo del “misticismo cuántico”. Sans Segarra confunde el lenguaje del laboratorio con el del alma, y al hacerlo transforma el asombro en dogma. El rigor, como recuerda Carlos Sabín, consiste en mantener separados el asombro y la prueba. La ciencia no está para confirmar nuestras esperanzas, sino para ponerlas a prueba. Si la conciencia sobrevive a la muerte, la física cuántica no será quien lo decida, lo decidirán los datos. Hasta entonces, el mejor homenaje al misterio no es convertirlo en superstición con bata blanca, sino seguir investigando sin convertir la incertidumbre en fe.