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Entro raudo y veloz en el chiringuito. Tengo sed. Pero lo que se dice sed. Vengo de andar una hora por la playa. Cuando voy a la playa casi siempre llevo vida de perro: trabajo y recompensa. Paseo y cerveza. Helada.

Entro raudo y veloz en el chiringuito. Tengo sed. Pero lo que se dice sed. Vengo de andar una hora por la playa. Cuando voy a la playa casi siempre llevo vida de perro: trabajo y recompensa. Paseo y cerveza. Helada. Encuentro un sitio a la sombra y me siento plácidamente con mi mujer, a la que momentos antes he descolgado en un sprint digno del Giro de Italia espoleado por la merecida recompensa.

Pido las bebidas al camarero, que rápidamente viene con una copa de cerveza que tiene una pinta estupenda y una coca cola que tiene pinta de coca cola. Es la tercera o cuarta vez que voy este verano a este chiringuito. Todo va bien: dos tragos de cerveza rápidos, mar sopero enfrente, charla insustancial, música sin estridencias… una tarde de playa más. De pronto hay algo que me empieza a molestar. No sé qué es. No me ha picado ninguna medusa, no tengo a veinte personas al lado intentando subirse a un flotador cisne gigante… ni siquiera está Cristiano Ronaldo en la tele del fondo. De repente caigo: la música. La música ha dejado de ser tipo ‘qué bien se está en el Corte Inglés’ y se ha convertido en electro latino. Joder, un momento, creo que es Despacito… Sí, es Despacito. No la oía desde la Feria, pero la Feria no cuenta, en la Feria no puedo afirmar que yo sea propiamente yo, en la Feria yo soy más bien mis circunstancias, orteguiano free style que es uno.

Ya, querido lector, ya, antes de que lo digas tú lo digo yo: he cambiado compulsivamente de emisora en el coche, he hecho zapping como si el mando diera corriente, he salido de locales a la calle a fumar –yo, que no fumo-, incluso he practicado snorkel a las tantas en el lavabo sucio de un garito… he hecho de todo para no oír la tonadilla. Y ahora, en un momento, me veo atrapado. Sin capacidad de reacción. Sin posibilidad de escapar. A ver, que no es que se haya levantado de repente una empalizada en el chiringuito o abierto un foso plagado de tiburones, simplemente tengo enfrente una cerveza helada a la que solo le he dado un par de tragos. Y lo primero es lo primero.

Permítame el lector una pequeña digresión, que le recuerde una anécdota del escritor Bukowski durante el rodaje de una película sobre su vida (en inglés era Barfly, en España creo que la llamaron El borracho: en manos de quienes están las empresas de nuestro país), a ver, decía que durante el rodaje de una escena el protagonista que hace de Bukowski, que era Mickey Rourke en su apogeo, tiene que salir por equis motivos rápidamente del bar donde se encuentra. Bukowski, invitado al rodaje, entró en cólera diciendo que eso era imposible, que qué mal, que esa escena no podía ser. Nadie entendía a qué se refería, cuál era el problema, hasta que el propio escritor tuvo que explicar que él nunca, nunca, bajo ningún concepto, se iba de un bar sin apurar la cerveza…

Ya ve el lector que soy de pobres lecturas pero basadas en sólidos principios. Así que ahí estaba, apunto de que se oyeran ya las cuatro cadenciosas sílabas del título de la canción, cuando noto que en la mesa de la derecha, formada por una madre en los cincuenta –edad que ya me resulta interesante: a la fuerza ahorcan- y dos jóvenes vástagos de sexos distintos, le están entrando fuerte a la canción. El chico, en realidad, como que pasa algo del tema, pero el tesón de su madre no permite fisuras, aquí solo cabe cantar, y si es con un ligero movimiento, pues mejor. Madre e hija están como para darlo todo, lo que pasa es que la hija es mucho más sosa que la madre, que ya se ha puesto de pie y todo y empieza a bailar. A mí a estas alturas ya me apetece que se marque un twerking, aunque no sea de la modalidad golfa, sino de la empoderaa, como leí un día en un artículo en este su periódico. No, la cosa no pasa a mayores, más que nada porque es un poco pronto, creo yo, así que la señora, que había aprovechado para quitarse algo de arena del pareo (las mujeres siempre haciendo varias cosas a la vez), decide seguir los acontecimientos de la conquista al ralentí que narra la canción de nuevo aposentada.

Cuando creo que estoy a punto de desfallecer por todo este cúmulo de acontecimientos, mi mujer -que no es nada de los ritmos electro latinos, debo informar ya, me he guardado esta sorpresa para el final, como en esas novelas policiacas de kiosco- inesperadamente coge una servilleta, se la acerca a la boca y hace ese viejo gesto de quitar la espoleta a una granada y lanza ese supuesto proyectil en dirección al bafle del que sale la tonada. Madre e hija la han visto y miran con cierta reprobación, en especial la madre, que debe estar viviendo su verano. Acto seguido, cojo otra servilleta, retiro su espoleta con los dientes, la lanzo también con la curva de una granada y me quedo un segundo mirando con una leve sonrisa. La madre retira la mirada y la clava en el mar sopero. La chica ya lleva rato haciéndose un selfie parcial, un selfie de los pies para que sus followers vean que por la tarde se ha cambiado la laca de las uñas. Es una victoria, una victoria en toda la línea. Qué verdad es esa de que nada une como el odio, aunque sea un odio tan trivial… 

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