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Raúl Ruiz-Berdejo. Secretario local del PCA

Existe un país que se denomina a sí mismo democrático, a pesar de tener un Jefe de Estado que no fue elegido por nadie y cuyo padrino fue un sanguinario dictador fascista. El Gobierno de ese país se lo reparten, de forma alterna y gracias a una ley electoral a la medida, dos partidos que se niegan a discutir los privilegios de las élites, que no tienen ningún reparo en mentir al pueblo y cuyos miembros llegan a vergonzantes acuerdos con las grandes empresas privadas en cuyos consejos de administración recalan cuando abandonan la carrera política.

La prensa de ese país, dirigida y financiada por un “selecto” grupo de oligarcas, silencia cualquier alternativa al orden existente, minimiza las protestas y vende al pueblo una democracia ilusoria, que se sustenta únicamente en las diferencias superficiales, nunca estructurales, de las dos caras del Régimen, potenciando y reforzando la hegemonía de éstas.

Con la justicia en manos de un Gobierno a merced de los poderosos, en ese país puedes ir a la cárcel por robar una barra de pan y, en cambio, ser indultado después de matar a alguien circulando en dirección prohibida por una autopista. La diferencia entre el castigo y la absolución depende del dinero y la clase a la que cada uno pertenezca. El Tribunal Constitucional está en manos de un afiliado al partido que gobierna y los jueces que osan desafiar las reglas, salirse del guión e investigar los tejemanejes de las élites son inmediatamente apartados y sancionados. Así, los empresarios que defraudan miles de millones son amnistiados o indultados, los trabajadores que hacen un chapú para sobrevivir son perseguidos de forma inmisericorde y el Rey, inmune judicialmente según la Constitución, vacila al personal diciendo que “la justicia es igual para todos”.

En ese país, a los extranjeros ilegales (así les llaman por no poseer la documentación en regla) se les confina en campos de concentración o se les niega la atención sanitaria. Para evitar nuevas llegadas, se utilizan métodos salvajes, adornando con cuchillas la frontera o disparando sin piedad a ciudadanos indefensos, aún a riesgo de ocasionarles la muerte. Y todo mientras el Jefe de Estado, ese Rey que adulaba y aplaudía al fascista, se reúne con los sanguinarios gobernantes de sus países de procedencia para ser agasajado o ir con ellos de cacería.

El Gobierno de ese país planea limitar el derecho a huelga y sacar una ley con objeto de criminalizar la protesta. La policía, sin identificación alguna, apalea a ciudadanos, un día sí y otro también, valiéndose de todo tipo de instrumentos, incluidas las terribles balas de goma. Manifestarse, además de ser peligroso, puede ser motivo suficiente para ir a la cárcel. Y grabar a la policía golpeando y agrediendo salvajemente a la gente pasará a ser delito.

Para colmo, en ese país, el Estado se postra ante retrógrados dirigentes religiosos y decide sobre la maternidad de las mujeres, prohibiendo su derecho al aborto, obligándolas a parir o limitando la alternativa a jugarse la vida en clínicas clandestinas, carentes de las debidas condiciones, o a exiliarse al extranjero, si es que tienen dinero suficiente para hacerlo.

Hace algunos años, los partidos que se alternan en el gobierno de ese país no tuvieron ningún reparo en pactar un cambio de la Constitución para que cualquier sacrificio del pueblo estuviera justificado con tal de pagar las deudas de la banca privada. Y ahora el que gobierna exprime al pueblo con total impunidad mientras el otro, cómplice de la infamia, juega en la oposición a llevarle la contraria, como si no tuviera nada que ver con los efectos de tan criminal acuerdo.

Como consecuencia, el Estado asfixia al pueblo, subiéndole impuestos y bajándole sueldos y prestaciones. Todo mientras la banca, rescatada con el dinero de todos, expulsa a las familias de sus casas, condenándolas a la miseria y la exclusión social. Y cuando el paro bate récords, en lugar de luchar contra él, se aumenta la jornada laboral, se bajan los sueldos y se abaratan los despidos, porque así lo exigen las élites para seguir enriqueciéndose.

Con la mayoría del país en el paro y el resto asfixiado por impuestos a los que no puede hacer frente con sus precarios salarios, la sanidad, la educación y la justicia se han convertido en un privilegio difícilmente asumible para una familia media. Los servicios públicos son degradados para mayor gloria de las empresas privadas y las necesidades más básicas quedan al descubierto, sólo al alcance de la clase dominante. Y todo mientras el Gobierno privatiza las empresas públicas que resultan más golosas al interés privado, previo cobro en muchos casos de suculentas -y al parecer irregulares- donaciones.

Ese país es Españistán y se permite el lujo de dar lecciones de democracia al mundo (Venezuela o Cuba saben de ellas) mientras vulnera una y otra vez los derechos humanos, apoya a regímenes dictatoriales y participa en guerras imperialistas. Hasta ahora ha logrado evitar que se vean las costuras de su disfraz de democracia. Pero algunos ya sabemos qué es lo que se esconde tras él. Y no vamos a parar hasta que todos puedan verlo.

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