Un enemigo invisible en nuestro plato
Los microplásticos, esas diminutas partículas con un tamaño inferior a cinco milímetros, ya no son un problema ajeno ni lejano. Se han colado en nuestra cadena alimentaria y en nuestra vida cotidiana de manera silenciosa. Están en el mar, en el aire, en los envases y, cada vez más, en lo que comemos. Ante ello, estuve hace unos días en la TV hablando de ello y me gustaría poner algunos aspectos encima de la mesa.
Diversos estudios científicos han confirmado la presencia de microplásticos en especies marinas que consumimos con frecuencia, como mejillones, almejas, camarones o sardinas. Pero también se han encontrado en productos inesperados como la sal, la miel, la cerveza, el azúcar y el agua potable, tanto del grifo como embotellada. Y según la WWF, podríamos estar ingiriendo hasta cinco gramos de plástico a la semana —el equivalente a una tarjeta de crédito.
¿De dónde vienen los microplásticos?
Los plásticos se han convertido en uno de los materiales más usados del mundo: son baratos, ligeros, resistentes y muy versátiles. Pero esta comodidad tiene un coste: entre el 80% y el 85% de los residuos marinos están compuestos por plástico. Una vez en el mar, estos materiales no desaparecen, sino que se fragmentan hasta convertirse en microplásticos y nanoplásticos (aún más pequeños, de entre 1 y 100 nanómetros).
Además del plástico que llega al mar, también hay contaminación por microplásticos flotando en el aire o migrando desde los envases alimentarios, lo que los convierte en una amenaza ubicua.
¿Cómo entran en la cadena alimentaria?
Los peces y moluscos los ingieren directamente o a través de sus presas. En el caso de los bivalvos, como mejillones o almejas, el problema es mayor: se consumen enteros, por lo que ingerimos también los microplásticos acumulados en su tracto digestivo.
Un informe de la EFSA (Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria) estima que una ración de 225 gramos de mejillones puede contener hasta siete microgramos de microplásticos. Otros estudios han registrado la presencia de microfibras plásticas en un 71% de los moluscos, un 66% de los crustáceos y hasta en el 83% del agua potable analizada.
Incluso en alimentos de origen terrestre, como la sal, se ha confirmado la presencia generalizada de microplásticos. Un estudio de la Universidad de Alicante encontró entre 60 y 280 micropartículas por kilo en todas las muestras de sal analizadas, lo que representa más de 500 micropartículas ingeridas al año solo por salarnos la comida.
¿Es peligroso para la salud?
Aquí es donde la ciencia tropieza con sus propios límites. A día de hoy, no existen evidencias claras que relacionen directamente el consumo de microplásticos con enfermedades en humanos. Sin embargo, la incertidumbre sigue siendo muy alta.
Parte del problema es que no hay metodologías estandarizadas para medir los microplásticos en alimentos, lo que complica comparar estudios y llegar a conclusiones firmes. Además, se desconoce qué ocurre exactamente con estos materiales una vez llegan a nuestro sistema digestivo. ¿Pueden atravesar tejidos? ¿Causar daños celulares? ¿Liberar sustancias tóxicas?
Los riesgos potenciales identificados incluyen:
•Daño físico por las partículas mismas.
•Toxicidad por los aditivos que contienen (como BPA o ftalatos).
•Contaminación transportada (como metales pesados o microorganismos).
•Posibilidad de bioacumulación en tejidos.
La EFSA reconoce que los datos actuales no permiten realizar una evaluación completa del riesgo. Aun así, algunos científicos creen que la exposición prolongada, incluso en dosis pequeñas, podría tener efectos adversos a largo plazo.
¿Qué se está haciendo al respecto?
En paralelo al creciente interés científico, han surgido movimientos sociales y comerciales que buscan frenar esta invasión plástica. Existen ya supermercados libres de envases plásticos, donde todo se vende a granel, en vidrio o en bioplásticos compostables. Aun así, los sustitutos actuales no igualan las cualidades del plástico convencional, sobre todo en alimentos perecederos como carne o pescado, donde la seguridad alimentaria es clave.
Según el grupo ecologista A Plastic Planet, el 40% de todo el plástico producido a nivel mundial se destina a embalajes, y la mitad de ellos, a productos alimentarios. El reto, por tanto, es encontrar alternativas seguras, sostenibles y realmente eficaces.
¿Qué podemos hacer como consumidores?
Aunque parezca un problema global, hay gestos individuales que pueden marcar la diferencia:
•Reducir el consumo de plásticos de un solo uso.
•Optar por productos a granel o con envases reutilizables.
•Evitar calentar alimentos en recipientes plásticos.
•Filtrar el agua del grifo si es posible.
•Elegir marcas y proveedores que apuesten por prácticas sostenibles.
Conclusión: comemos plástico, pero aún no sabemos cuánto ni cómo nos afecta
La presencia de microplásticos en la alimentación es un hecho. Pero sus consecuencias sobre la salud humana aún están por determinar. Lo que sí está claro es que la contaminación por plásticos ha alcanzado todos los rincones del planeta, incluidos nuestros platos. Frente a la incertidumbre científica, la acción preventiva, tanto a nivel personal como institucional, es hoy más necesaria que nunca.



