Juanma Moreno difícilmente olvidará el grito desgarrador que ayer resonó en el Parlamento de Andalucía. Fue el grito de Anabel, mujer mastectomizada, miembro de la asociación Amama, víctima directa del desastre en el cribado del cáncer de mama. Desde la tribuna de invitados, lanzó unas palabras imposibles de esquivar al presidente de la Junta de Andalucía: “Juanma, me has matado. Yo te voté. Me has arruinado la vida”.
Ese instante, crudo y silenciosamente incómodo, condensó en pocos segundos la verdad que miles de mujeres llevan meses intentando hacer oír. Amama—la Asociación de Mujeres con Cáncer de Mama de Sevilla, con Ángela Claverol al frente— se ha convertido en un símbolo de dignidad para una sociedad que ha descubierto que, cuando la ciudadanía se organiza, el poder ya no puede mirar hacia otro lado.
Un espejo que devuelve una imagen que duele
Hay momentos en los que una sociedad se mira al espejo y descubre que la imagen que devuelve no es tan nítida ni tan justa como esperaba. En Andalucía, ese espejo lo han sostenido mujeres que han decidido no callarse más. El grito de Anabel no fue una anécdota: fue el punto de condensación de una verdad colectiva que ya no admite maquillaje institucional.
No es la primera vez que una organización cívica obliga a las instituciones a rendir cuentas. Pero pocas veces el pulso ha sido tan desigual: mujeres vulnerables, atravesadas por la enfermedad o por el miedo a padecerla, frente a un aparato político y administrativo que debería ser su primera red de protección. Lo que este conflicto ha dejado en evidencia es algo más profundo: cuando las mujeres se organizan para defender su salud y su dignidad, el sistema tiembla.
La autoridad moral del sufrimiento compartido
Las administraciones pueden discutir cifras, protocolos o fallos técnicos. Pero hay algo que no pueden disputar: la autoridad moral de quienes viven en su propio cuerpo las consecuencias de los errores.
Amama no habla desde la ideología ni desde la estrategia partidista. Habla desde la experiencia cruda de cientos de mujeres que han encontrado en la asociación un espacio de cuidado, de escucha y de denuncia. Esa legitimidad es incómoda para el poder porque no se compra, no se negocia y no se controla.
El poder siempre pide silencio a quienes incomodan
Tras el grito de Anabel, algunas reacciones institucionales lo confirmaron: intentos de minimizar las quejas, de infantilizar a las afectadas, de restarles credibilidad, de poner límites a su presencia en espacios públicos, incluso de exigirles confidencialidad.
La insistencia en que “no se debe alarmar” a las mujeres es un gesto paternalista que en realidad significa: “no estáis preparadas para manejar la verdad”.
Pero quien ha enfrentado un cáncer sabe que no hay verdad más dura que la que se vive en la propia piel. Ninguna administración debería temer a una ciudadanía informada; debería temer, más bien, a una ciudadanía engañada.
Las mujeres no piden privilegios: exigen derechos
Que Amama tenga que insistir una y otra vez para ser escuchada ya es, por sí mismo, un síntoma de la desigualdad estructural que atraviesa la salud femenina.
No han pedido privilegios ni tratos de favor. Han pedido lo elemental: transparencia, rigor y acompañamiento. Saber si sus pruebas están bien hechas. Conocer si ha habido fallos. Tener la seguridad de que el sistema funciona para ellas y no a costa de ellas.
Eso no es una reivindicación: es justicia. Para ellas y para todas las mujeres que confían en la sanidad pública.
Cuando la ciudadanía sostiene el sistema que debería sostenerla
Lo paradójico —y a la vez esperanzador— es que esta crisis ha revelado la fuerza de una ciudadanía que no se resigna.
Las mujeres de Amama no cuestionan la sanidad pública: la defienden en su sentido más profundo, recordándonos que la salud no es un trámite, sino una relación de confianza.
Cuando esa confianza se rompe, el problema no es de quienes lo denuncian, sino de quienes tienen la responsabilidad de responder.
Amama o por qué la incomodidad es necesaria
El fondo real de esta historia no es un fallo puntual, un protocolo mal aplicado o un cruce de versiones.
El fondo es que Amama ha demostrado que la incomodidad es un motor democrático: un grupo de mujeres organizadas puede obligar al poder a escuchar, a corregir y a rendir cuentas.
La incomodidad que generan es la misma que históricamente han generado todas las mujeres que se negaron a ocupar el lugar de silencio que se les asignaba.
Y esa incomodidad no es un problema: es una oportunidad.
Porque si algo quedó claro ayer en el Parlamento cuando Anabel gritó su verdad es que cuando las instituciones fallan, las mujeres se levantan.



