España está en una complicada encrucijada histórica no solamente por el caso, tan grave, de la corrupción que se ha descubierto en la Casa Real (que, por lo demás, ya era conocida por fuentes periodísticas extranjeras que daban cuenta de la colosal y creciente fortuna del rey Juan Carlos), sino por otras cuestiones, muy centrales, como el modelo territorial del país.
En carne viva están también otros asuntos decisivos como la necesidad de proceder a realizar profundas reformas en el ámbito de la Justicia (tan callada durante tantos años), o como la necesidad de resolver de una vez por todas lo relativo al concordato iglesia-estado, o como la necesidad de regenerar las instituciones (ahora con tan necrológica imagen)… todo ello en el contexto, también histórico, de una desafección de los ciudadanos hacia sus gobernantes que no puede ser más patente y peligrosa.
Los ciudadanos sienten que muchos gobernantes son una banda de forajidos que no solamente no solucionan sus problemas (hundiendo la caja de las pensiones, por ejemplo), sino que se dedican a robar a través de leyes de amnistía fiscal que merman las posibilidades del erario público para dar respuestas a las necesidades públicas. El espectáculo del PP es no ya increíble, sino que es la punta del iceberg de un estado fraguado, cuajado y enraizado en el desprecio a la democracia.
Con la trola de “la crisis” cierta clase política y tiburones de las finanzas han desmantelado el estado del bienestar y han disparado la deuda pública hasta cifras muchísimo más allá del vértigo. Estamos en manos de los bancos, esta democracia es papel mojado. No olvidemos aquel cambio de la Constitución, sin consultar al pueblo español, ordenado en 2011 por la banca internacional para meter sus sucias manos en las arcas públicas; un artículo 135, aprobado por el gobierno Zapatero, que habla (para el que no lo recuerde ya) del “techo de gasto” y de la prioridad del pago de la deuda. ¿Y las ayudas del estado español a la banca privada durante estos años? ¿Y la devastación social, en la que continuamos, por causa de los niveles de pobreza y desempleo? ¿Y la emigración de decenas de miles de personas al extranjero porque no tienen trabajo? ¿Y la indignidad pura, continua y creciente en que consiste la humillante sujeción de España a los intereses de Estados Unidos? ¿Y los sueldos miserables de la mayoría de la población? ¿Y el abandono del sistema educativo y de investigación científica? ¿Y el imparable crecimiento de los ya multimillonarios gastos militares?. ¿Y la putrefacción de la televisión pública que hemos sufrido estos años?...
La democracia española ha entrado en una crisis demasiado fuerte como para que el modelo de estado que tenemos permanezca impertérrito. Un camino para solucionar los problemas sociales, jurídicos, económicos, políticos, territoriales, de estado, etcétera, quizás podría ser una nueva Constitución en el contexto de una III República Española. Porque lo que está ocurriendo no es solamente que la ciudadanía comprueba una galería inacabable de casos de corrupción, sino que la ciudadanía sabe, siente, que el estado de cosas en el que vivimos no es ya viable, ni soportable, ni digno.
Lo que la desmemoria histórica de este país -otro factor clave de lo que está sucediendo- ha destapado es mucho: no ya que Franco era un asesino, sino que la Transición está fundada sobre el silencio y la impunidad. Juan Carlos no solo debe ser procesado, sino que los Borbones deben marcharse ya.
Decidir, junto a los demás, sobre la propia vida de uno. Esta es la libertad humana irrenunciable a la que toda actividad política ha de sujetarse
Ha llegado, claramente, el momento de una III República Española. "A la izquierda de los republicanos no hay ni puede haber nada. Ninguna aspiración revolucionaria o progresista pasará de ser una utopía infecunda, si no se apoya en las cuatro columnas fundamentales del estado republicano: el ser humano libre, la nación independiente, la sociedad justa y solidaria y el pueblo soberano". Comparto sobre todo lo relativo a esas cuatro columnas a las que se refiere esa frase de Fernando Valera Aparicio, ex presidente del Gobierno de la República Española en el Exilio durante el período 1971-1977.
Todo esto lo digo yo a pesar de que pienso que la ferocidad con que el sistema devora los formalismos políticos representativos a la vieja usanza es cruda y eficaz como demuestra la historia de Europa desde la Revolución Francesa hasta la caída del muro de Berlín y más acá. Es decir, la República, como forma de estado, no es sinónimo inmediato de libertad, de solidaridad entre los pueblos, de emancipación de la clase trabajadora, de igualdad... Pero sí soy republicano en la medida en que me da vómito la estúpida idea de que Dios (en nuestro caso Franco) elige a un monarca, el ridículo sistema nobiliario con sus honores y floripondios (duquesa de Franco Carmen Martínez Bordiú), etcétera.
Soy republicano en la medida en que me opongo al crimen de genocidio cometido por el fascismo que abatió en España un estado de cosas libremente elegido en las urnas, un fascismo que logró imponer a sangre y fuego el totalitarismo. Sí soy republicano en la medida en que estoy de acuerdo en que la laicidad es un valor irrenunciable de todo estado. Soy republicano en cuanto comprendo que la mujer, al margen de la tradición sálica del mundo nobiliario, es igual que el hombre en todos los sentidos. Me gusta que aquella soñada -por tantos y tantos millones de trabajadores- II República Española apostara tanto por la Educación y la Ciencia como valores de emancipación. Soy republicano porque sé que aquella II República fue levantada con la esperanza de millones de personas que querían quitarse de encima el yugo ignominioso que la burguesía, los caciques de siempre, le habían impuesto durante mucho mucho tiempo. Soy republicano a pesar de que Alemania, Italia, Francia… son ejemplos de que el capitalismo es más que capaz de someter esa forma de gobierno.
El camino y el destino final de toda política humana no es el laissez faire, laissez passer que conviene a los ricos y voraces, sino el asamblearismo, la autogestión responsable de las colectividades humanas donde las personas puedan, de verdad, tomar decisiones, de modo directo, sobre sus propias vidas. Decidir, junto a los demás, sobre la propia vida de uno. Esta es la libertad humana irrenunciable a la que toda actividad política ha de sujetarse. Justo exactamente lo opuesto de lo que ahora está ocurriendo en España y que quizás una III República Española podría ayudar a cambiar.
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