Una bombilla LED. Foto: eldiario.es
Una bombilla LED. Foto: eldiario.es

70 años nos separan de la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 en París. 70 años de la aprobación de un documento histórico que pone nombre al reconocimiento internacional de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana, independientemente de su raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.

Este reconocimiento consideró en su día que la dignidad y el respeto son la base de la libertad, la justicia y la paz en el mundo. Sin embargo, 70 años después el renacimiento de la ultraderecha como opción política, supone un preocupante retroceso de humanidad como sujeto, de la comunidad humana entendida como tal.

Estamos padeciendo las secuelas de un orden social y económico basado en la acumulación por desposesión, en el expolio de las mayorías sociales para el enriquecimiento ilimitado de unos pocos con la complicidad de una élite política. Tras 40 años de políticas neoliberales y promoción del consumismo, el bienestar del primer mundo se construye sobre la externalización de los impactos perversos, la quema indiscriminada de combustibles fósiles, a costa de la explotación de las vidas humanas, de la destrucción ambiental, de una deuda de cuidados hacia las mujeres, generando una hipoteca climática que impedirá a las generaciones venideras habitar este planeta en las condiciones de bienestar que nosotras hemos conocido. Nuestro modelo energético es la principal causa de un cambio climático que ya está aquí.

Y en este contexto, el drama social es acentuado por la resignación, el silencio cómplice frente al dolor ajeno, la aceptación de unas reglas del juego perversas. El drama es callarnos y dedicar nuestra vida a competir con el/la de al lado con la esperanza de ser parte de los afortunados, de la minoría con éxito que surfee la miseria y disfrute de los privilegios de estar en lo alto de la pirámide social. El drama es aceptar el falso “no hay para todos” o “primero los de casa” que nos repiten los medios a cada minuto y ser parte del acaparamiento y la infamia. El drama es darle la espalda a nuestras hermanas migrantes, mientras las empresas del IBEX35 saquean los recursos de sus países, especulan con nuestras necesidades básicas y contribuyen activamente en el mantenimiento de desalmados en el poder de los países de origen. Todo ello con tal de estar en el equipo de los ganadores.

Para el cumplimiento de los derechos humanos es imprescindible que las personas dispongan de una base material que les permita disfrutar de una vida digna. El acceso a una vivienda, a la alimentación, a la energía, al agua, a la educación, a la salud, a un medio ambiente saludable, a los cuidados, al tiempo,… no son opcionales, son condiciones imprescindibles para la realización de estos derechos. Sin embargo, a pesar de las observaciones, dictados y resoluciones internacionales que en estos años se han aprobado por parte de Naciones Unidas para articular los derechos humanos, se ha desarrollado un marco regulatorio a favor de lo contrario, un marco que sacraliza el libre comercio, los derechos de las grandes corporaciones y los poderes financieros por encima de las personas. Este marco ha ido acompañado de todo tipo de mecanismos internacionales para blindar los derechos de los grandes poderes económicos frente a los Estados y los pueblos.

En España en el segundo trimestre de 2018 se han ejecutado 17.152 desahucios es decir, 190 desahucios cada día. Además en este tiempo las eléctricas han acometido unos 2.000 cortes de luz cada día. Si ponemos el foco en el acceso a la energía, más del 40% de la población en este país da positivo en alguno de los indicadores que miden la pobreza energética, y 4,6 millones de personas declaran ser incapaces de afrontar el coste de la energía para mantener su vivienda a una temperatura adecuada en invierno. Al tiempo que esto sucede, las 3 principales empresas energéticas que se hacen llamar “españolas” han ganado los primeros 6 meses de este año 2018, 10.000 euros cada minuto. A través de las facturas energéticas de las familias, las administraciones públicas y todo el tejido económico se produce un trasvase de riqueza permanente a los bolsillos del oligopolio energético. Y el grueso de los beneficios de estas empresas se envía fuera del país y es repartido entre sus accionistas de Italia, Qatar, Londres o Luxemburgo.

La pobreza energética es para nosotras la consecuencia más cercana de este modelo energético perverso. En Cádiz más de 2.000 familias solicitan ayuda al Ayuntamiento en el pago de recibos energéticos, simplemente no pueden pagar las facturas a fin de mes. Y demasiado poco hablamos de las consecuencias de la pobreza energética en la salud física y emocional de las personas, de la angustia y muchas veces de la vergüenza que pasan las personas que se ven obligadas a pedir ayuda. Poco hablamos de que son mayoritariamente mujeres las que se hacen cargo de que en casa no falte, ni luz, ni agua, ni comida. Poco hablamos del frío, de la oscuridad, de los nombres que hay detrás de la terrible cifra de 2.000 familias. Son nuestras vecinas y vecinos. Es la gente que vive tras la puerta de enfrente. Somos nosotras.

Y demasiado poco hablan los medios de comunicación, patrocinados por los grandes poderes económicos, de las verdaderas causas de esta situación y del boicot del bipartidismo a las alternativas que permitirían avanzar en que la energía fuera un derecho inalienable, independientemente de la condición económica. Lo hemos visto durante 40 años de regulación a favor de las empresas del oligopolio, y lo vemos hoy en Cádiz, con la campaña del Partido Popular contra la puesta en marcha del Bono Gaditano y a nivel estatal, con la reforma del bono social del Gobierno del PSOE, que sigue dejando fuera de toda protección a las familias que no contratan la luz con el oligopolio, es decir al 80% de Cádiz.

En España, según un estudio del Observatorio para la Sostenibilidad, las principales empresas eléctricas duplican en beneficios a las europeas, mientras el consumidor doméstico paga de los precios más altos de Europa y esto no es casual. A su vez, estas empresas son las que más CO2 emiten de España. Esto no es casual o inevitable.

A diferencia del agua, cuyo acceso ha sido reconocido como derecho humano en 2010 y es un servicio público cuya gestión es competencia municipal, la energía en la Unión Europea es una mercancía, no un servicio público. La energía es un “servicio de interés económico general” liberalizado, es decir, privatizado. Y desde que a finales de los años 90 comenzara la privatización de las empresas energéticas, bajo el argumento de que el precio de la energía bajaría, y que dichas empresas serían más eficientes y competitivas, hemos visto como en España se ha triplicado el coste de nuestras facturas energéticas. Mientras esto pasaba, han desfilado por el  carrusel de las empresas del oligopolio  más de 50 políticos de los gobiernos populares y socialistas, y altos funcionarios del Estado de la Administración pública. Encabezando la bochornosa lista, encontramos a dos ex presidentes del Gobierno, José María Aznar, que desembocó en Endesa, la empresa que su gobierno privatizó, y Felipe González, que hizo lo propio con Gas Natural, hoy Naturgy.

Por otro lado, si ponemos el foco en los derechos humanos, no solo debemos mirar al norte. Es necesario preguntarnos de dónde viene la energía que les compramos a estas empresas. El 80% procede de combustibles fósiles (petróleo, gas y carbón) procedentes de Arabia Saudí, Argelia, Nigeria, México, Libia o Rusia. El acaparamiento de estos recursos está inextricablemente ligado a la violencia, las guerras y los abusos que sufre la población estos países, donde los derivados de la venta de estos combustibles sostienen regímenes donde las minorías étnicas, las mujeres, la comunidad LGTB+, o las personas que no rinden culto y sumisión a la doctrina mayoritaria son perseguidas y castigadas. La energía también está detrás de las migraciones y de las muertes en el Estrecho.

La energía que mueve nuestra vida está unida al destino al de la población de los pueblos del sur, nos guste o no. El clima del planeta depende de que seamos capaces de tomar las riendas de la energía y dejar de quemar combustibles fósiles. Y hemos de darnos cuenta de lo descomunal de este reto, pues cada cosa que compramos, comemos o tocamos tiene hoy su mochila fósil, su paquetito de petróleo, y éste, su pedacito de miseria. Cada vez que nos subimos a un autobús o arrancamos el motor del coche, uno de cada 10 litros del carburante viene de Arabia Saudí. Necesitamos darle la vuelta a este mal modelo energético, al tiempo que atendemos la urgencia social, satisfacemos las necesidades básicas de la gente y combatimos los discursos fascistas y xenófobos, el machismo, el consumismo ecocida, la indolencia, la apatía social y construimos una alternativa solvente que nos permita afrontar los grandes retos ecosociales que tenemos por delante.

Hay que priorizar las necesidades de las personas y poner la vida en el centro de las políticas. Son tiempos difíciles, pero precisamente por eso, más que nunca, es necesario reivindicar el sentimiento de comunidad, potenciar los que nos ha permitido sobrevivir en situaciones de crisis, es decir, la empatía, la solidaridad, el apoyo mutuo, la colaboración y la autoorganización. Como decía Gandhi, ser parte del cambio que queremos ver en el mundo. Es urgente.

Alba del Campo es activista por la democracia y el derecho a la energía.

Esta columna es una aportación a Apdha para la reflexión sobre realidad y vigencia de los derechos humanos en el 70 aniversario de la proclamación de la Declaración Universal.

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