Recuerdo la primera vez que hice “botellón”. Acababa de empezar el instituto y mi madre me dejó salir —un poco a regañadientes y porque me acompañaba mi primo— al parque donde iban todos los jóvenes de mi ciudad los fines de semana.  Yo no tenía ni idea de qué iba a hacer allí, ni lo que me iba a encontrar. Tenía 14 años, casi 15. Recuerdo ir todo el camino riéndome con mis amigas, con esas carcajadas demasiado escandalosas que das en esa edad en la que no te da vergüenza, porque la calle es tuya. La vida es tuya.

Cuando llegamos, lo que me encontré fue el mismo parque que conocía desde pequeña, y sin embargo, parecía un mundo absolutamente distinto. Todos éramos pardos, como los gatos en la noche. Y todos queríamos lo mismo: pasarlo bien. Cada dos pasos me encontraba a alguien de mi clase, de mi barrio, antiguos compañeros del colegio… Todo el mundo estaba allí, pero más arreglados, diferentes, mayores. Nos saludábamos y abrazábamos con la euforia de quienes llevan años sin verse, aunque nos hubiéramos visto esa misma mañana en chándal, por los pasillos del instituto.

Diseminados en cada banco, poyete o trocito de césped, había grupos de amigos con bolsas clonadas en el suelo: la botella de cristal (ron, vodka, whisky..), la botella de refresco, la torre de vasos de plástico y la bolsa de hielo, que alguno estrellaba contra el suelo diligentemente para separar los cubitos. La misma estampa de todos los fines de semana.

Yo no recuerdo que tuviera planeado beber aquella primera vez. No recuerdo quién de nosotros ni dónde compró el alcohol, era muy fácil, el único engorro era esperar la cola en la tienda o bar de turno. Yo no tenía especial interés en beber porque soy de esa generación que fue detrás de aquellos que querían probar todo lo prohibido. A mí me daba igual. Bebí porque lo hacía todo el mundo, porque era lo que se hacía. No me planteé si estaba bien o no, en aquel momento todo aquello era normal, hacer botellón no estaba prohibido. Recuerdo cómo alucinaban los estudiantes de Erasmus, como si hubieran llegado al vergel del Edén.

A mí lo que me gustaba era estar con mis amigos, beber era como un complemento superfluo. Jugábamos a ser mayores, a ser nosotros mismos y a un tiempo, ser otros totalmente diferentes, en esa etapa tan convulsa que es la adolescencia. A las once teníamos que estar todas en casa, con el tiempo fuimos conquistando las once y media, las doce… Lo que yo bebía era bastante insignificante, a menudo compartía una “maceta” o vaso grande con mis amigas de algo mezclado con bebida dulce. Ni siquiera me gustaba el sabor. Nunca llegué a emborracharme realmente, bebía muy poco, lo justo para “coger el puntito”, pero todos los fines de semana presenciaba escenas de gente que se pasaba mucho, y terminaban vomitando o sentados en la acera medio inconscientes. No le veíamos demasiado drama, o si lo hacíamos lo disimulábamos, para no parecer niñatos. Todo se convertía en una broma, una batallita: “menudo ciego se pilló fulanito el sábado, le tuvo que caer una gordísima cuando llegó a casa…”.

Por supuesto, nuestras madres nos esperaban despiertas y, como se dice en mi tierra, con las carnes abiertas, ahora me doy cuenta (lo siento mamá), en aquella época en la que ninguna llevaba móvil y si tenías que llamar a papá había que ir con cinco duros a una cabina. No creo que mi madre se imaginara que yo bebiera. A lo mejor me preguntó y le dije que no, o que sí pero no mucho, porque era la verdad. Lo cierto es que mi madre confiaba en mí. Yo era una niña responsable, con buen juicio, delegada de mi clase, “de sobresaliente”…

Ahora cuando voy en el coche con mis hijos y paso por la zona habilitada de botellón o “botellódromo” pienso que son todos imbéciles, que no me ponía yo ahí entre dos coches a beber muerta de frío ni aunque me pagaran por ello. Pero no voy a ser hipócrita, porque yo también lo hice. Porque pude. Y vivimos en una sociedad que lo permite. Cada vez empieza antes, cada vez más cuesta abajo. Porque además se une a otros muchos más nubarrones que tiñen el criterio de la juventud desencantada “de ahora” ¿Acaso no viene esto de lejos ya?

Hace unos días una niña de 12 años sufrió un coma etílico mientras hacía botellón con sus amigos y murió. Se llamaba Laura. Dicen de ella que era muy alta para su edad, y muy simpática. Que no era la primera vez que bebía. A Laura la llevaron sus amigos al ambulatorio en un carrito de la compra. Imagino los huesos clavados en el metal frío, la postura forzada, el traqueteo de las ruedas por el camino…

Esos jóvenes que llevan todos smartphones, que están conectados las 24 horas a la inmediatez virtual, y ninguno supo conectar con la trágica realidad que tenían delante. Ninguno llamó al 112. Quizás por miedo, quizás por esa seguridad que tenemos de adolescentes de que el mundo es “nuestra ostra”, de que nada va a pasarnos. “Te sientes tan fuerte que piensas… que nada te puede tocar”, cantaba Bunbury.

Me da miedo pensar qué harán mis hijos cuando sean mayores, cuando salgan solos ahí fuera y se encuentren de sopetón la realidad servida en copa (terrible metáfora), cuando sean ellos los que decidan. Todos queremos hacerlo bien. No pienso hablar de los padres de Laura, no tengo derecho. Nadie lo tiene. Todos sabemos en el fondo que esto pasa, lo vemos cada viernes y cada sábado.

Laura además era especial y vergonzosamente joven, y no debería estar muerta. Era sólo una niña. Una niña rota en un carrito de la compra, que seguro en el fondo tenía la certeza de que al final llegaría al calor de su casa, para quitarse el disfraz de gato pardo y abrazar muy fuerte a su madre. Una niña que jugaba a ser mayor.

Artículo publicado originalmente en telodigobajito.com.

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