Veraneantes en una playa.
Veraneantes en una playa.

Mi playa, el territorio sagrado de mi infancia vuelve cada verano más y más mítico y lejano. Mi playa, la playa, las playas, paraísos del gozo, se han transformado ante nuestros ojos en turbulentos infiernos de lo insostenible, en monstruos de mil cabezas ávidos de las descomunales demandas del sacrosanto turismo.

Produce impotencia ese derroche de agua potable que corre por duchas, lavapies y grifos playeros abiertos sin medida, como si no existiera un mañana, como si los pantanos fuesen inextinguibles. Si bien cuando el último turista se marche al final de agosto arrastrando su maleta de ruedas, vendrán los cortes y el racionamiento de agua para los nativos. Pero todo sacrificio será aceptado en nombre del sagrado turismo.

En la playa ya no se oye el mar. Qué cursi, ahora la banda sonora la conforma el tumultuoso eco de las frenéticas -e inquietantes- actividades con tablas, pelotas, palas… Mientras, centenares de adultos, con sus hijos provistos de cubitos de playa, se dirigen a las rocas en bajamar y sacan a relucir al experto mariscador que llevan dentro. Arrasan con todo, rompen rocas, capturan todo lo que se mueve, inmaduro o no, ¿qué más da?, dan vueltas a las piedras y dejan achicharrarse al sol las puestas de las especies litorales.

El botín apenas supera dos alevines asustados, una lapa chiquitita y un desmejorado camarón, que al poco fallecen y van a parar al cubo de la basura.

La playa es un lugar vivo, un frágil ecosistema del que ya el cangrejo moro o el erizo no son más que un recuerdo. Han sido sustituidos por el vasito de yogur, la lata abollada de refresco y los globitos de colores explotados, un pasatiempo playero que maldita la gracia que tiene.

Cae la tarde y la playa no descansa: se encienden los focos y se ilumina. Lo mismo está programada una actuación de estilo moranquista, que por aquí entretiene mucho. Todo en nombre del dios del turismo.

Pronto las autoridades locales pedirán a los vecinos que no bajen a la playa para dejar espacio al turista. Es lo que hay, hostigar al nativo favoreciendo los intereses y la codicia del hostelero, que esgrime que crea trabajo. Sí, un empleo mierdero y precario. Pero cuentan con un fiel aliado, por ejemplo: los que se oponen a la tasa turística o a la limitación de los pisos turísticos. Esos.

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