Decálogo para el desacato

Y mientras tanto, el carnaval callejero, libre y sin normas ni placas, intenta sobrevivir al botellón

JOSE PETTENGHI ARTICULO

Biólogo y profesor.

Una chirigota callejera ante la Torre Tavira de Cádiz durante la edición de 2022.
Una chirigota callejera ante la Torre Tavira de Cádiz durante la edición de 2022.

Uno: ya estamos en febrero, el mes carnavalesco. Aquí en Cádiz, como dura mucho — casi dos meses —, no se llama “el carnaval” sino “los carnavales”.

Dos: se halla muy extendida la opinión de que el concurso del Falla es el carnaval, solo el carnaval y nada más que el carnaval. Idea errónea que supone tomar una parte por el todo, dejando fuera de esos límites manifestaciones festivas, mucho más ajustadas al ideal carnavalesco por su carácter transgresor.

Tres: es difícil encontrar un concurso público en el que los concursantes arremetan contra el mismo. Tal vez se olvida que participar en un concurso supone la aceptación de sus normas.

Cuatro: es cierto que el reglamento es una pieza administrativa atroz y pejiguera con mil recovecos, que no se sabe si la agrupación va a cantar o a presentarse a Notarías. Esto es producto de que el poder ha ido reglamentando el concurso, recortando sus aristas y lo que podría resultar incómodo.

Cinco: los carnavaleros han caído ellos solitos en la trampa. No hay lugar para la sorpresa ni para la transgresión, verdadera esencia del carnaval.

Seis: al final del camino se encuentra el premio, la placa y la subvención. Y pregunto, ¿se puede hacer auténtica crítica a quien te favorece con premios y subvenciones?

Siete: celebradísimos autores, famosos por la presunta valentía de sus letras, son apenas cuñados con fular, con sus rimas para angangos. Ponen cara de Garcilaso de la Vega y algunos incluso están convencidos de que lo son. Y la anganguez llega a creer que está ante obras maestras de la lírica de todos los tiempos.

Ocho: para la gran mayoría, el carnaval empieza y termina en el concurso del Falla. Y allí lo que se despacha son gorgoritos, purpurina y posturitas forzadas de guapos de plazoleta. Decoración de interiores, bisutería barata, y eso está reñido con la verdadera crítica carnavalesca.

Nueve: el daño que han hecho “las olas de la Caleta que es plata quieta”.

Diez: hoy el carnaval, perdido su sentido profano, igualitarista y gamberro, es ya un artículo de consumo, una momia conceptual.

Y mientras tanto, el carnaval callejero, libre y sin normas ni placas, intenta sobrevivir al botellón.

 

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