Una calle del centro histórico de Cádiz.
Una calle del centro histórico de Cádiz. MANU GARCÍA

Son las ocho de la mañana, la ciudad está recién regada, fresca, silenciosa. Con esta luz parece aún un lugar civilizado.

Pero pronto esa imagen se desvanece: un tropel de turistas en ropa de trabajo aparece como convocado por una llamada ancestral. Es la hora del desayuno. Bares y terrazas se atiborran porque, ya se sabe, solo pueden estar sentados treinta minutos. Al rato hay colas.

Para entonces Cádiz ya es una ciudad agobiada, sudorosa y de pies hinchados.

Los veraneantes pasarán el día entre muchedumbres playeras, y después en un vagar continuo por otros bares y otras terrazas, de clavazo en clavazo, hasta el momento de recogerse, derrotados, en un alojamiento caro y casi siempre tirando a cutre.

¿Les merece la pena todo ese trajín? Debe ser que sí.

Es el verano. Y el indígena ve cómo cada año todo va a peor -Cádiz se ha puesto de moda- el insoportable tráfico, las estrecheces en una ciudad ya estrecha, los abusos de la hostelería, el uso masivo de cualquier servicio… han despertado una sorda inquina hacia el forastero, al que critica y hace responsable de todos los males. Los llama comepeces y miarmas, madrileños y sevillanos, los grupos invasores más numerosos.

Y mira cada vez con menos simpatía a la hostelería, tan quejica como codiciosa.

Pero todo viene de largo, mala planificación y aferramiento a un modelo que pronto somete a las ciudades que no tienen nada más a mano a lo que aferrarse. Del turismo vive quien no puede vivir de otra cosa.

El resultado es que el indígena ve en todo este exceso una forma de vida que se va por el desagüe, que la relación con su ciudad deja de ser la que era, y que sus costumbres y sus ritos son arrinconados.

Aparecen metástasis estrafalarias: algunos en su inconsciencia pretenden darse en espectáculo, sacando procesiones extemporáneas y espectaculillos catetos, lo que inquieta aún más. De seguir en esta línea, en un futuro próximo no nos quedará otra alternativa que ser figurantes en un veraneo de cartón piedra, para disfrute del turista y del forastero.

Nunca la solución estuvo tan en manos del problema.

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