“Las ocho y cuarto de la mañana. Una buena hora para asomar la punta de las orejas. Si pican es que ha helado. Si el viento las pone tiesas mejor me callo.
“Las ocho y cuarto de la mañana. Una buena hora para asomar la punta de las orejas. Si pican es que ha helado. Si el viento las pone tiesas mejor me callo. Los cerros beben niebla y permanecen tan desnudos como los lomos de una oveja recién trasquilada. Veamos lo que nos ha preparado la Florencia para desayunar. Me imagino que un buen tazón de café y el pan que sobró de la comida de ayer, que aún cabe en la notoriedad de mi dentadura”.
Tales son los primeros pensamientos que Jeremías rebusca con la almohada. Se levantó sereno. Con un ademán pausado ha desprendido las generosas gotas de sudor en la ventana. Así deja que la calle entre en sus ojos, aún propinándole una visión difusa y horizontal del pueblo. Si hubiera restregado el rocío de arriba abajo, las almenas se hubieran visto de otro modo, como una flor asaetada.
Jeremías observa detenidamente. No hay más que alma y media. El panadero se ha plantado junto al pórtico y barre con denuedo el empedrado. “Tengo que traerle a la Florencia una hogaza, para la comida, porque si no me cuelga del palo mayor, y adiós mi boina”. Y sonríe. Pues le encanta gastarse bromas a sí mismo o presuponer aventuras de dudoso gusto. “Dónde cojones la habré dejado, por cierto. Maldita boina. Es más negra que el sobaco de un pordiosero y si no la adivino con los ojos, atinaré a olerla como bien merece”. Pero la encuentra y se la enquista en la cabeza, como un torero. “¡Ole, la madre que me parió, menudo manojo de canas se entretejen en la testa”.
Con la boina puesta, y sin nada encima, más que los colgajos de sus otrora empréstitos masculinos, abre la puerta del armario y escoge la camisa, el jersey y un tieso abrigo de pana. Los pantalones de raya por allá. Calzoncillos de talle clásico. Calcetines negros con pájaros azulados. Algo más en la lista que no se le olvide. La bufanda para su cuello de serpiente. Las gafas. “¡Ah sí, las gafas, que no se me olviden, que luego no atino la lectura!”.
Y emprende un corto itinerario hacia el baño. El resto se lo sabe de memoria. Mear. La ducha. Comprobar que la calefacción no se la deja más arrugada todavía la piel del escroto. Se mira el miembro con evidente nostalgia. “Me cago en tu puta madre, cabrón, qué tiempos aquellos en que apaciguabas los calores de la Florencia con ardor y denuedo, buen caballero tú”. Descorre la cortina y abre la llave del agua caliente. “Joder, qué gusto, parezco el rey de copas”.
El agua recorre su patria, así suene como un país geográfico. Hileras de fina corriente descienden por párpados, truenos y nariz. Tempestuosamente. Pecho y finos canales del pelo que todavía le queda en él. Recuerda que Florencia se enamoró perdidamente de tal maleza. La pelambrera que asomaba en la camisa por culpa del buen tiempo. Él volvía con el azadón al hombro, vuelta de las sementeras y par de almendros, y de tanto calor, la camisa desabotonada como un lamento y, en uno de tales crespúsculos de Frías, la Florencia se fijó.
“Le encantaba descansar su genio dormida sobre mi pecho, y yo le galanteaba el cabello, haciendo planes para el futuro, no demasiados hijos que luego, si sale niña hay que mandarlas a la ciudad como costurera o a servir a esos ricachones que ni tienen sartén para los huevos, y si sale mozo para entonces la burra estará descansando con los huesos en la buitrera”. Jeremías sonríe para sus adentros. Tararea alguna lejana copla, de esas que son malas para el silencio y excelentes para rematar los recuerdos con una banderilla. Como ya es suficiente, vuelve a cerrar el agua y apresura con quitarse la humedad del cielo, no sea que el frío le coja y le invadan las mesnadas del invierno.
Mientras Jeremías se seca por todos los puntos cardinales, en la calle del Mercado una furgoneta blanca invade los despertares más recientes con un bocinazo que pone a prueba la fe los vecinos. “No querían pito, pues ahí tienen pito, y del bueno, el pito del pescadero”. La carcajada recién saliendo del baño. Ya vestido. De punta en blanco. “No me hace falta ni merluza ni sardinas, salvo el buen vino”. Así que sabe que el pescadero pasará de largo, pero Camilo le había encargado un besugo sin ojeras. “Al cabrón de Camilo no le mata ni el tabaco su buen humor, y el aliento le huele a cigarro de diputado”.
Ya está listo. Vuelve a calarse la boina. Abre la puerta de la habitación y cual potro desbocado, desciende pesadamente por las escaleras. De andares pesados y con aplomo. Una manada de cabras atizan los peldaños con furia. Escucha el portón de la furgoneta. El pescadero ya se ha instalado, junto a la puerta de la panadería, y expone su género recién llegado de los puertos. Media docena de nécoras. Sardinas. Chicharros. Un par de pulpos. El hielo. La radio con pasodoble. El besugo de Camilo. Las primeras cuatro viejas que se acercan y se aprestan a un más que cordial buenos días.
“Cómo le miran las viejas al pescadero. Gañan del carajo. Así era yo, y la Florencia mi almendro en flor, más buena que un bocadillo en consecuencia. Nunca agitada. Siempre sonriente. A la par que mi testarudez. Cuidadosa de mi afeitado. Cualquiera le besa con labios de lija. Quiero que tengas la barba más limpia que el corazón de María Luisa. Eso le gusta decir, en referencia a su madre. Bueno, pues ahí tu apretado Jeremías a dar buena cuenta de los pecados capitales, uno de los cuales es llenarse la andorga a la hora del desayuno”. Jeremías se gira como una filigrana. Deja la sala de estar. El pasillo. El péndulo erizado del reloj. Los gritos del pescadero. Asoma el gaznate por la cocina y está le recibe en el más absoluto silencio. Y qué silencio a pesar de todo. El hombre no pierde la sonrisa en esa mañana de estrellas. Solo mira la foto de una mujer, tan añosa como él, de mirada severa y tierna, el cabello recogido en un amaño de rosa femenina. En alguna parte del aire todavía navega Florencia.


