Las emociones de la España imperial

Las derrotas militares y la crisis económica produjeron en el pueblo un profundo hartazgo, hasta el punto de que, cuando el soberano falleció, en 1598, se dijo que él, si el rey no moría, iba a morir el reino

Teatro del siglo XVII.
Teatro del siglo XVII.

España, en el siglo XVII, sigue siendo una superpotencia, pero no son pocos los españoles que contemplan esa primacía con escaso entusiasmo. Entre los intelectuales más críticos del momento, los denominados “arbitristas”, ya tenemos una aguda conciencia de la “declinación”, es decir, de la decadencia de la gran potencia imperial hispana. En 1600, Martín González de Cellorigo expresa este sentimiento pesimista al afirmar que España, lo mismo que otros estados, no alcanzaba a librarse del declive. La Edad de Oro se había vivido bajo los Reyes Católicos. Después, en cambio, todo había sido ir cuesta abajo. Esta es la impresión que se desprende de muchos textos catastrofistas. 

Para Sancho de Moncada, por ejemplo, España era un “galeón en el que peligran todos”. Como señala Ricardo García Cárcel, el fatalismo se había acentuado tras la crisis de 1568, con las rebeliones de los Países Bajos y de las Alpujarras. A partir de aquí, y sobre todo en los años ochenta, se multiplican los diagnósticos derrotistas sobre el futuro del país. Aunque la década empieza triunfalmente, con la anexión de Portugal, existe entre los españoles una aguda preocupación por un expansionismo que no produce beneficios para los vasallos, solo inconvenientes. 

Teresa de Jesús, en carta al arzobispo de Évora, teme en 1579 que se puedan desencadenar las hostilidades con efectos catastróficos para todos, lusitanos y castellanos: “si este negocio se lleva por guerra, temo grandísimo mal a ese reino y a este no puede dejar de venir un gran daño”. A su vez, el jesuita Pedro de Ribadeneira se quejaba de que el éxito de la operación, al redundar en el fortalecimiento de la Corona, no podía, sino perjudicar a los súbditos. Cuanto más fuerte fuera el rey, más débiles serían ellos.  La política de Felipe II, por tanto, producía una profunda desconfianza.  

La incorporación de Portugal se produjo con rapidez, después de unas operaciones militares que el duque de Alba dirigió con su acostumbrada brillantez. La flota de Álvaro de Bazán aplastó a la resistencia lusitana, que se había concentrado en el archipiélago de las Azores. Este éxito resonante produjo un optimismo desmesurado. Para los defensores del imperialismo, no había nada que España no pudiera lograr. Según el testimonio de un embajador extranjero, algunos españoles, en el colmo de la arrogancia, llegaron a decir que ni siquiera Jesucristo estaba seguro en el cielo, porque Bazán “podía ir allí para traerlo de nuevo a la tierra y crucificarlo otra vez”.  A la luz de las victorias, parecía llegado el momento de aprovechar la ocasión para invadir Inglaterra, quitar de en medio a Isabel I y, de esta forma, eliminar un apoyo para los rebeldes flamencos que garantizaría la resolución del conflicto en una línea favorable para los intereses hispanos. 

En esos momentos, España llevaba ya años inmersa en el avispero de los Países Bajos, un conflicto interminable que no hacía más que devorar hombres y cuantiosos fondos. Aunque el estereotipo presenta a todos los castellanos como fanáticos religiosos y militaristas recalcitrantes, podemos detectar el descontento que generaba una aventura bélica que no parecía conducir a ninguna parte. Así, en las Cortes de 1593, el procurador madrileño Francisco Monzón sugería que se detuvieran las intervenciones en Flandes y Francia: si los herejes querían condenarse por no seguir la verdadera doctrina católica, que se condenaran. Lo que tenía que hacer la Corona, a su juicio, era asegurar la seguridad de España y garantizar el tráfico comercial con América.  

El recelo hacia el Rey Prudente no se fundamentaba solo en la aprehensión que inspiraban sus aventuras exteriores. Los castellanos de la época tenían aún memoria de cuando sus monarcas gobernaban a través del contacto físico con sus gobernados, en lugar de recluirse en el despacho bajo una montaña de papeleo. Desde esta perspectiva, un rey burócrata no podía sino despertar hostilidad. La teoría tradicional sobre el buen gobierno establecía tenía la obligación de aparecer en público y escuchar a gentes de toda consideración social. Felipe II, en cambio, parecía preferir los papeles a las personas. Desde un punto de vista de la imagen, esta era una opción nada aconsejable. Si figura se veía de este modo rodeado de oscuridad, no de luz. 

Las derrotas militares y la crisis económica produjeron en el pueblo un profundo hartazgo, hasta el punto de que, cuando el soberano falleció, en 1598, se dijo que él, si el rey no moría, iba a morir el reino.  

Esta sensación de que las cosas iban de mal en peor provocó una reacción patriótica encaminada a restaurar el esplendor perdido. Tras la corrupción de la época del duque de Lerma, bajo Felipe III, el conde-duque de Olivares, nuevo hombre fuerte, hace bandera del puritanismo con la promesa de poner orden en el gobierno. España, según el polémico válido, debía recuperar su prestigio o, como entonces se decía, su “reputación”. Esta política conduce a una intervención activa en las guerras europeas, que pronto se demostrará incompatible con el programa de reformas olivaristas. El país, de esta forma, será víctima de un pez que se muerde la cola. Los cambios son necesarios para afrontar el esfuerzo bélico, pero, mientras dure la guerra, esos cambios van a ser imposibles. 

No obstante, en un principio, la España de Olivares conoce resonantes triunfos, como la toma de Breda o la recuperación de Bahía. El valido, ante tanta victoria, no puede evitar que se apodere de él un sentimiento mesiánico: “Dios es español”, llega a escribir, en un arrebato de optimismo. En esos momentos, los más esperanzados aún tenían razones a las que aferrarse. ¿Acaso España no estaba unida bajo una sola y disfrutaba de paz, mientras otros países se agitaban bajo el fuego de las discordias religiosas?

Pero todo se torcerá en 1640, con las revueltas de Cataluña y Portugal. La clase dirigente hispana se encuentra así con una crisis que no había previsto. Da la impresión entonces que la nación más poderosa del mundo, de repente, se encuentra en entredicho. Las derrotas se suceden y, con ellas, la pérdida de territorios. Así, en poco menos de veinte años, los que van hasta la Paz de los Pirineos en 1659, la hegemonía continental cambia de manos. Ahora es París, no Madrid, quien ejerce como árbitro de Europa. La crisis, inevitablemente, se traduce en un impacto emocional devastador. Para los españoles de la época, no resulta fácil entender que ha fallado. 

Encontramos esta profunda alarma, por ejemplo, en la correspondencia de Diego Saavedra Fajardo. El famoso diplomático, a comienzos de 1641, se refería a la revuelta lusitana como “infeliz suceso”. Creía que se trataba de un acontecimiento infausto, especialmente inoportuno porque tenía lugar “en la principal parte de la Monarquía”, es decir, en la península ibérica, justo en el momento en que las fuerzas militares estaban ocupadas en otros escenarios. 

Por otra parte, la gente, después de tantos años de guerra, no se mostraba demasiado partidaria de apoyar aventuras bélicas. Era por eso que los ánimos de los vasallos, desde el punto de vista del poder, parecían “dudosos”. La monarquía, por tanto, ya no tenía claro en quién podía confiar y en quién no. Existía el peligro de que esta situación enrevesada acabara degenerando en un colapso total, sin que nadie acertara a poner remedio. Saavedra Fajardo, sin pelos en la lengua, advierte de un futuro apocalíptico: “Se puede temer una ruina universal a quien ni la fuerza ni el consejo puedan resistir”.  

¿Qué hacer ante unas amenazas que se multiplicaban sin que hubiera recursos suficientes para enfrentarse a todas? Para el político murciano, estaba claro que se debían establecer prioridades. Puesto que no se llegaba a todo, mejor sacrificar algún territorio del Imperio si así se conseguía salvar lo esencial. El prestigio internacional iba a verse, sin duda, menoscabado, pero la alternativa era mucho peor, puesto que conducía directamente al abismo: “Mucho padecerá en estos medios la reputación, pero más padecería si queriendo conservarlo todo se perdiese todo”.  

Nuestro diplomático, como podemos comprobar, intenta reaccionar desde la racionalidad ante unas circunstancias que le superan. La pérdida del reino lusitano supone para él un golpe formidable. “Estoy fuera de mí por lo de Portugal”, reconoce en una de sus cartas. 

En esos momentos, el que estaba al timón de la monarquía era Felipe IV, un hombre culto pero demasiado inseguro de sí mismo. Tenía buenas intenciones y deseaba sinceramente el bien de sus súbditos, pero se angustiaba al comprobar lo difícil que era tomar una decisión correcta. Ante la acumulación de desastres en su reinado, afirmó que Dios tenía que castigarle solo a él, culpable, por sus pecados, de la calamitosa situación. Sus vasallos, inocentes, sí que se habían comportado como buenos católicos. 

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