Los recientes procesos para la elección a rector o rectora de la Universidad de Sevilla han sido una mezcla de hipocresía, populismo y ausencia de conciencia situacional de una institución que, en su dimensión de utilidad y bien público, lleva sentenciada desde hace lustros. Para los perpetuadores de dinastías o los nuevos salvadores de la patria, para los que ahora se caen del caballo o los que tienen memoria selectiva y flexibilidad ética en el ejercicio del colaboracionismo activo, habría que recordar que los males de los que se nos pretenden redimir han sido acrisolados desde 1999 en lo que constituyó la mayor y más negativa transformación universitaria reciente (el Espacio Europeo de Educación Superior), con una clarísima melodía de mercantilización cognitiva y bajo los auspicios del capitalismo más salvaje. Amparado en la pantalla de la homogeneidad de la UE se puso en jaque el derecho educativo para toda clase social y se socavaron las posibilidades de rebelión de un sector o supuesta élite intelectual, esencial para posibles cambios hacia sociedades más justas. El neoliberalismo del momento tuvo claro esa premisa y se dedicó a ganar corazones y mentes para estabularlos en un apartadero servil, preferentemente revestido de progresismo y avance colectivo; ciertamente no tuvo que hacer mucho esfuerzo porque la cobardía y los egos superlativos son cualidades ampliamente extendidas en la academia.
El Plan Bolonia culminó formalmente en 2010, arrasando los años previos de movilizaciones estudiantiles y los contados posicionamientos contrarios de docentes. Los equipos rectorales fueron una parte esencial de este ataúd del conocimiento al servicio del mercado, pero quizás lo más grave fuera que un gobierno teóricamente progresista pusiera el último clavo y cierre a cualquier disidencia. Lo sé y lo afirmo porque estuve (lucha y derrota grabada en mi memoria como finiquito), en las reuniones ministeriales de 2009, actuando como representante en la coordinadora de asambleas de PDI y PAS de las universidades públicas españolas. Recuerdo perfectamente que al final de toda la patraña de falso diálogo, le comenté frustradamente al Secretario de Estado de Universidades y al propio Ministro (Cf. nombres propios), que poner la universidad a los pies del capital no era propio de un gobierno y partido de izquierda. Recuerdo el silencio incómodo, negar la mayor y la comprensión empírica del poder en estado puro. Yo no he cambiado mi pensamiento y juicio en estos años, otros no pueden decir lo mismo.
En mi universidad llevo como docente más de 25 años y desde que era alumno y doctorando siempre he tratado de ser una persona activa y comprometida por el papel y el deber de mi profesión. Participé desde el primer momento en colectivos y movilizaciones con un desgaste progresivo de la inocencia y la credulidad en personas concretas y en la institución que creía eje fundamental en los cambios sociales, políticos y éticos necesarios para el bien común. Huelgas desconvocadas unilateralmente, división de intereses y colectivos, expulsiones y oportunismos rentistas se unían a la constatación más dolorosa y descorazonadora: un largo proceso de detección de falsarios profetas, de la ignorancia más profunda a pesar del título y cargo, de la estructura de poder jerarquizada y paralela a otras esferas similares de injerencia, de los favores pagados, de la obediencia abyecta, de la traición de la amistad, de quintacolumnistas engarzados a una lucha y voz solo levantada cuando el gobierno era de un color determinado, de rectores que acaban de consejeros, de acaparamiento de influencia, cargos y direcciones de organismos, de mucho apocamiento acomodaticio para que otros tuviéramos que batir el cobre.
Las reivindicaciones se anularon, se repintaron o se adaptaron a los tiempos y el jarabe amargo se tragó sin mucho aspaviento, mientras que la persistencia en resistir solo conducía a la vía muerta académica. Con un paralelismo calcado del erial político actual, los sectores conservadores reaccionarios han mantenido castas inmutables por décadas, mientras que los aspirantes a derrocar el régimen se disfrazan de novedad revolucionaria mediante campañas y lemas rayanas en el infantilismo. En nuestro momento presente se confirman todas las consecuencias de las que intentamos alertar y parar, pero todavía hay quien mira a un lado o se reafirma en lo instaurado como válido.
Lo cierto es que los grados universitarios se ha convertido en formación elemental y el postgrado en filtro privativo o diferenciador, las universidades privadas tienen vía libre y se extienden como nunca mientras la pública mendiga o se les recorta sus presupuestos; la precariedad laboral es sistémica y obligada por el largo proceso de acceso a plazas que los que ahora predican soluciones consolidaron como requisito, siendo una constante agravada por el visado de agencias de acreditación que premian una meritocracia manoseada e impostora de excelencia y ranking mercantilizado, con grandes editoriales beneficiadas y una investigación que lejos de promover un conocimiento universal se transforma en elemento clave de control económico. El objetivo institucional conseguido es dotar a la sociedad de personal destinado a puestos claves que no muestren signos de un pensamiento cuestionador, divergente o alternativo, mientras que escandalosas casuísticas de politización o corruptela marcan su funcionamiento e intereses (recordar determinados personajes “honoris causa” genera pudor, por no hablar de titulaciones de máster y doctorado para políticos de dudosa autoría).
Si unimos estos procesos a la degradación general de todo el sistema educativo, la docencia en cualquier nivel se ha depreciado en un anexo estéril, un castigo laboral, un hastío diario o un campo abierto para los milagreros de las nuevas pedagogías, a los que durante el periodo de confinamiento COVID les vino muy bien el experimento e-learning o subproductos tipo MOCC (Massive Online Open Courses), reforzando estrategias e intereses que ahora se centran en el uso masivo de la IA, con un presente en las aulas ausente de una evaluación calificativa que se acerca al parque infantil. Tenemos en ciernes nuevos planes de estudio para la formación de los maestros de primaria e infantil (que no es sino la primera piedra del engranaje formativo), pero me temo que como los anteriores en los que participé, no serán más que una repartición de la tarta entre las áreas con mayor poder de influencia, esta vez capitalizados por doctrinas en sintonía gubernamental como didáctica y organización educativa o metodología de investigación y diagnóstico, que se oponen al rigor del contenido para repetir el mantra etéreo de una educación emocional, crítica, inclusiva y democrática, mientras acusan de tradicional todo lo que no rezume su discurso impostado. Resulta paradójico escuchar repetidamente a reputados catedráticos que el sistema educativo es una reiteración de la vieja escuela, cuando las leyes de los últimos 40 años han sido esencialmente gestadas por gobiernos que se dicen de izquierdas. Para tanta queja machacona, quizás deberían revisar si sus propias recetas son una patraña infumable.
Por último y no menos importante, no creo ser alarmista al afirmar que en general, la cultura política actual es ínfima, vacuamente polarizada o directamente peligrosa, pero indigna la estampa reiterada de los campus universitarios como caladeros de votos para la propagación de ideas execrables o la conformación de escenarios de una violencia relativamente contenida. En este sentido, estamos viendo periodistas de medio pelo de la ultraderecha vitoreados en anunciadas giras a modo de baño de multitudes, mientras que la contrapartida por defecto son encapuchados “antifas” e “indepes”. Ambos, al igual que ciertas organizaciones neonazis constituyen el germinal de un matonismo escuadrista que ya veremos su destino y metas finales. Con todo, no estoy negando ni mucho menos la inclusión de la política y el verdadero pensamiento crítico en los espacios educativos, porque entre otras cosas me dedico a trabajar y enseñar sobre valores éticos, arte y patrimonio, manifestando mis planteamientos y juicios de valor en ejercicios con mis alumnos, sin que en ningún caso suponga un intento de adoctrinamiento o influencia sectaria. En este sentido, y referido a lo tratado en este artículo, durante el periodo electoral y a diferencia de otras actitudes, he guardado silencio intencionado, buscando que la autonomía del alumnado analizara por su propia cuenta programas y candidaturas propuestas. A sabiendas que tendrían muchos flecos específicos e históricos por conocer, he insistido en que cada cual es dueño de sus actos y de su responsabilidad en el voto, reiterando que la democracia es un proceso válido que exige esfuerzo, nivel de formación y un compromiso por el bien colectivo, sin los cuales no tiene más valor que una vulgar tiranía.
La universidad pública española sufre un proceso de deterioro sistemático de los principios que deberían sustentar su existencia y utilidad colectiva. Todos los actores implicados en este ecosistema (alumnado, Ptgas PDI y conjunto social), somos responsables con nuestra resistencia, aceptación o pasividad del destino y legado que transmitimos. La dignidad es la última frontera que nos queda a los seres humanos para resistir la opresión y no parece de recibo que una indefensión aprendida sea el referente iluminador. Seguir en la lucha justa te puede sumergir en la oscuridad del discurso invisible, pero quizás sea la madurez e integridad ideológica la que nos haga seguir reclamando de forma dramática una reforma a la totalidad. Los lamentos en un futuro inmediato.



